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vol 4 • 2009

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Rizoma freireano 4. El oficio de educar

Rizoma freireano 4. El oficio de educar

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«…Mi experiencia me dice que no puedo enseñar a otra persona como enseñar. En última instancia intentar algo así resulta inútil. (…) He llegado a sentir que el único aprendizaje que puede influir significativamente sobre la conducta es el que el individuo descubre e incorpora por sí mismo. El aprendizaje basado en el propio descubrimiento, la verdad incorporada y asimilada personalmente en la experiencia, no puede comunicarse de manera directa a otro…»

Carl Rogers

El proceso de convertirse en persona

En el supuesto de que los procesos de enseñanza-aprendizaje fuesen secuencias lineales de simples tareas y actividades de trasmision ¿Realmente sería posible enseñar a alguien a enseñar? ¿Sería posible aprender a enseñar? Y si educar es un fenómeno complejo y multidimensional de carácter emergente y recursivo en el que los sujetos implicados son realmente agentes del proceso en interacción permanente con su medio ¿Podríamos imaginar una educación sin transmisión y sin emoción? ¿Podemos imaginar una educación sin educadoras y educadores? ¿Podemos imaginar entonces a profesoras y profesores desvinculados de su contexto de aula, escolar, de su medio ambiente social e incluso de sí mismos y de lo sienten y experimentan en su interior ? ¿O acaso es lo mismo ser profesor de que ser educador? ¿Es lo mismo entonces “ser”, que “ejercer” o “funcionar”? ¿Qué hemos perdido y que hemos ganado en el devenir histórico del oficio de educar? ¿Quedan todavía educadoras y educadores? ¿Cuáles serían sus funciones en estos tiempos de globalización y perplejidad?

Demasiadas preguntas tal vez, pero subordinados y apegados como estamos a estructuras y sistemas escolares fuertemente burocratizados e incapaces de mirar y abordar los fenómenos educativos desde perspectivas más humanas, creativas y esperanzadas, las demandas explícitas e implícitas que la sociedad de nuestro tiempo plantea a las instituciones educativas no podrán en ningún caso abordarse si no partimos de una reflexión profunda del papel, la función y la responsabilidad social que las educadoras y educadores contraen en el ejercicio de su profesión. Y esto es así porque a menudo se olvida que lo que realmente una alumna o alumno aprende, no es en ningún caso lo que su profesora o profesor le enseña, le transmite o muestra como representación de la realidad para que sea almacenada en su memoria, entre otras razones porque el mapa no puede nunca representar con fidelidad el territorio. Por el contrario, lo que realmente aprendemos como seres humanos, no es lo explicitado en las liturgias de selección académica, ni en las acreditaciones que desacreditan lo verdaderamente aprendido, es más bien la manifestación y expresión singular, más que el resultado esperado y determinado por las burocracias, de complejos procesos de construcción social e individual de conocimiento, procesos que se activan y desarrollan en indisoluble unidad con el medio ambiente en el que suceden y energetizados por las emociones que emergen en el clima psicosocial. ¿Es entonces coherente reducir el oficio de educar a competencias técnico-profesionales que hacen de la compleja y a su vez apasionante función de educar una tarea aséptica, apolítica, despersonalizada y neutral como si de un programa de software se tratase? ¿O acaso el oficio de educar se agota en la visión productivista del trabajador de la enseñanza enajenado en su función y por tanto incapaz de autonomía, creatividad y soluciones originales a los problemas que su trabajo le plantea? ¿Tiene algún sentido el oficio de educar hoy? ¿No sería mejor tal vez dejarlo todo en manos de instructores de software educativo y rendirse finalmente a las exigencias del mercado y del paradigma civilizatorio que lo sostiene?

Si el profesorado se ha convertido en funcionariado docente especializado y si Estados e Iglesias de todo tipo y condición han intervenido siempre para apropiarse del control y ejercicio de las funciones del profesorado. ¿Les queda algo realmente autónomo y original a las educadoras y educadores de nuestro tiempo? ¿O tal vez ya nadie desee asumir la responsabilidad de educar y prefiera delegarla, subcontratarla o simplemente ignorarla para sustituirla por sencillos algoritmos que satisfagan las demandas de adquisición de un mercado laboral, que paradójicamente exige altas dosis de especialización para una minoría de obedientes técnicos y masivas cantidades de descualificación para las grandes masas de precarios asalariados?

¿Será necesario entonces cambiar el paradigma educativo dominante a partir de la construcción colectiva y singular de un nuevo perfil profesional del profesorado más acorde con la realidad presente y cotidiana de nuestras instituciones escolares? ¿Qué sentido podría tener la formación del profesorado? ¿Sería suficiente con algunos cambios organizativos y de competencias mediante el procedimiento habitual de decretar órdenes y reglamentos para ser obedecidos por los funcionarios docentes? ¿O tal vez habría que hacer un pausado y al mismo tiempo ingente esfuerzo creativo, asumiendo riesgos e incertidumbres que no pueden ya satisfacerse con los modelos transmisivos e instructivos conocidos?

No albergamos dudas, de que el oficio de educar siempre estuvo en crisis, crisis de crecimiento y maduración ligada a las condiciones materiales y existenciales históricamente determinadas, pero como nos enseñó Freire, la historia no fue, ni es, la historia está siendo y el oficio de educar nace y renace a cada instante en los ambientes, en los contextos y en las situaciones en las que unos seres humanos interaccionan, cooperan, dialogan y se ayudan mutuamente para construir situaciones más satisfactorias y teorías más explicativas de la realidad. En consecuencia los cambios paradigmáticos en relación a nuevas visiones del oficio de educar, que están en estos instantes emergiendo en los más diversos lugares de nuestro planeta, están afortunadamente apuntando hacia direcciones más abarcantes, más integradoras y en las que el sentido de responsabilidad social y ecológica en el mantenimiento y creación de vida, se combina con la necesidad de ambientes de aprendizaje más estimulantes, enriquecedores y creativos.

El papel de las educadoras y educadores del siglo XXI pasa por el ejercicio del compromiso y la vinculación sociopolítica y su función de intelectuales reflexivos, pero también por el de facilitadores, mediadores, ayudantes y agentes al servicio del más pleno desarrollo personal autorrealizador de educandas y educandos, tareas que únicamente son posibles y realizables si si su perfil profesional va mucho más allá de las simplificadoras y reduccionistas competencias técnicas y administrativas.

El tiempo de los dogmas, de las verdades eternas y del protagonismo de las instituciones encargadas de la la reproducción y legitimación del (des)orden social establecido está llegando a su fin. La crisis generalizada de las instituciones de acogida como la familia o la escuela, reflejo de la mercantiliación y cosificación masiva de las relaciones humanas y de la fragilidad de los lazos de vinculación y solidaridad social hacen que el oficio de educar ya no pueda ser considerado como un oficio más al uso, en el que las instituciones extraen plusvalía ideológica y política de los funcionarios docentes para la reproducción de las burocracias mediante la obediencia y la subordinación.

Hace falta pues, más que un nuevo modelo de educador, o un nuevo perfil profesional con precisas y operativas funciones y competencias, una nueva visión en la que educar y educarse sean procesos complementarios y permanentes de un mismo proceso unitario y global de desarrollo humano integral que es ecológico, vital, social, cultural, económico, político, emocional y también espiritual. Una nueva visión en suma en la que educar es un proceso de ayuda a la persona concreta que construye su vida en indisoluble y permanente interacción con su medio ambiente interno y externo, lo que exige convertir el oficio de educar en una especie de espiral recursiva en la que sea imposible ejercerlo sin educarse y transmitir conocimiento sin ser capaz de procesarlo, producirlo y expresarlo creativa, afectiva y amorosamente para transformarlo así en sabiduría. Y esto dicho en otros términos significa comprender y asumir que la educación no es un proceso de adquisición, sino de construcción, no es un proceso de acumulación de vivencias sino de articulación y procesamiento de experiencias, experiencias en las que los escenarios sociales de interacción, los climas psicosociales, las diversas formas de convivencia, acogida, comunicación, diálogo, encuentro, afectividad, vinculación, cooperación y solidaridad juegan un papel transcendental e insustituible en la generación de nuevos ambientes de aprendizaje más vitales, humanos y transformadores.

Sirva pues este número para iniciar una reflexión abierta y rizomática en la que podamos formular preguntas y apuntar respuestas que nos conduzcan a una mayor coherencia estratégica y táctica entre las necesidades de los seres humanos de nuestro tiempo y las funciones educativas que profesoras y profesores podemos y debemos asumir para satisfacerlas, teniendo en cuenta finalmente que educar, como nuevamente nos recuerda Freire, no es transmitir conocimiento, sino crear las condiciones necesarias para su construcción.


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