La palabra a las maestras
Vita Cosentino y Maria Cristina Mecenero
Una película-documental para contar las razones y las cualidades de la escuela pública
La ventana de una escuela. Hay pegado un dibujo (una golondrina de primavera o una de esas flores colgadas en los cristales). Detalle en primerísimo plano. Después, se aleja. Comienza así El amor que no olvido, una película-documental que habla de historias corrientes, sin grandes protagonistas. Cuatro maestras (Chiara, Alice, Adriana y Cristina) y un maestro (Bardo), cuatro clases y un viaje por imágenes que, entre el 2005 y el 2007, entre Milán, Roma y Bolonia, consigue mostrar (también a quienes viven fuera de la escuela) esa parte invisible de los programas didácticos y ese intercambio humano, entre enseñante-niño y enseñante-enseñante, que hacen la efectiva cualidad de una escuela, de nuestra escuela.
Hemos pedido a dos de las autoras, también maestras, Vita Consentino y Maria Cristina Mecenero que intenten explicar cuál es la escuela que nos gusta. Esa que ya existe. Han pensado así en contar lo que sucede, cada día, desde hace muchos años, entre una maestra y un niño, entre una maestra y los niños. Lo que pasa de verdad. Porque, quizás, ya no lo recordamos. Porque no se imagina. Porque no se sabe, o no se quiere saber. He aquí las razones por las que no se han quedado solas.
(La escuela como era. Y como será. La foto es de un folleto de la coordinadora de escuelas romanas contra el maestro único (www.scuola126.it), en estos días en plena revuelta).
Y son buenas las señoras maestras
(Como seres corrientes, son ellas las que desde siempre salvan la escuela)
La escuela elemental italiana ha cambiado, profundamente, y a mejor. Tanto que las estadísticas la colocan en los primeros lugares del mundo. Los datos y las tablas sin embargo no bastan, no hablan. Registran el resultado, sí, pero no explican cómo se ha producido, no entran en las escuelas, no nos hacen ver qué sucede dentro.
Ha ocurrido un milagro en una institución por antonomasia “farolillo rojo” en Europa. Sin embargo, no ha interesado gran cosa al mundo de la cultura y la prensa. Quizás porque las buenas noticias no son bastante “noticia” y vende más el transformar toda la información en un hecho de crónica negra. O bien porque lo que es público está sometido a un creciente descrédito y se prefiere insistir en chulos y gandules. Tiene que ver sin duda, también, el hecho de que las maestras en la escuela elemental son mujeres en un 95%, hasta hace pocos años desprovistas de título y en contacto con la infancia… todas ellas, para muchos, cosas de bajo nivel y bastante aburridas.
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Las maestras italianas son realmente magníficas. Y para mostrar de qué está hecha la calidad de la escuela primaria, para decirlo también a quien no está dentro, una tarde en la cena nació la idea de hacer una película documental que mostrase a las maestras en su tarea con los niños y las niñas en la cotidianeidad de su trabajo. Estábamos en la Librería de las Mujeres de Milán no por casualidad, en un lugar que dirige su mirada a las mujeres y donde se habla y se piensa.
Habíamos encontrado a las directoras y al productor casi por azar. La empresa era temeraria porque era totalmente autónoma y sin financiación, pero creíamos en ella de verdad y cuando las ideas gustan y se encuentran, se abren posibilidades que dan alas a los proyectos. Así, a medida que encontrábamos apoyos, ayudas también espontáneas, hemos comprendido cómo era de esperado lo que estábamos haciendo. Era –es, tanto más hoy– algo que aspiraba a restituir realidad a la escuela elemental italiana mostrando su valía.
El amor que no olvido es una película coral. No queríamos correr el riesgo de que fuese entendida como una historia excepcional de una única maestra: queríamos contar historias de maestras corrientes. Las cuatro protagonistas, Cristina, Chiara, Alice y Adriana son las miles de maestras que hoy día hacen un trabajo precioso y se inventan la escuela, una buena escuela, que vive de relaciones en las que lo que de verdad está en juego no es sólo un saber especializado, sino la propia humanidad. Aquel maestro, Bardo, que enseña en una escuela de la provincia de Roma, Campoleone, nos habla de aquellos hombres, aún demasiado pocos, que escogen estar con la infancia y que lo hacen con verdadera pasión. Los cinco han tenido el coraje de exponerse y de dejarse filmar. Las directoras Daniela Ughetta y Manuela Vigorita, aunque entrando por primera vez en una clase, han encontrado una mirada capaz de sorprenderse de lo que captaba, capaz de arrojar luz sobre esa extraordinaria relación entre las maestras y las pequeñas criaturas que nos hemos atrevido a llamar amor.
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Hace algún tiempo mi atención fue capturada por una frase de Simone Weil que define como mal lo que quita realidad a los seres humanos y a las cosas, y bien lo que se la da. De golpe, he comprendido que esto tenía que ver con nuestra película, con las maestras, con todo una humanidad, sobre todo femenina, que está en las funciones de base de la vida humana (cosas que serían tratadas con cuidado) y que a menudo quedan en silencio.
Simone Weil nos propone una idea luminosa porque queda cercana a los seres humanos, se orienta hacia ellos, y nos podría evitar terribles errores. Una escuela es un sistema viviente: una vez destruido un equilibrio funcional se precisan decenios antes de que se cree otro. Si pensamos en hoy, en la escuela elemental y en la reforma Gelmini, es éste el riesgo que se corre. “El maestro único” solitario y titánico, no por casualidad concretado en un masculino irreal, puede destruir el tejido relacional que las maestras han creado y que hace funcionar la escuela elemental italiana. La reforma Gelmini es una reforma de la irrealidad: interviene allí donde no hay nada que cambiar. Y por tanto, por decirlo con Simone Weil, “mal”: hace el mal. Y no hay razones económicas que lo apoyen.
Las maestras no pueden ser dejadas solas. En la escuela se juega una partida más grande, que se refiere a una cuestión fundamental: si estamos en la realidad y custodiamos las cosas buenas que tenemos, apreciando a quienes las hacen, o si consentimos operaciones de pura irrealidad que abren una vorágine sin fondo.
Vita Cosentino.
(Arriba, a la derecha, el libro/dvd El amor que no olvido. Historias de maestras corrientes (Tv Days, 2007)
Un tiempo lleno de vida
La magia y las dificultades del trabajo cotidiano en la narración de una enseñante
En tiempos oscuros pueden suceder milagros. Más de lo que nos esperamos. He aprendido esto desde que soy maestra. Las mujeres que acompañan el crecimiento de niñas y niños como madres, educadoras o enseñantes lo saben bien. Saben que sintonizarse con la infancia ayuda a abrir todos los sentidos y nos hace más inteligentes. Saben también que no es siempre fácil sintonizarse, que las influencias, las economías de los mundos que cuentan a los ojos de la mayoría –el político, el ministerial, el del mercado- sustraen escucha, paciencia e inteligencia. Sería preciso por ello estar atentos a las “jugadas” que se hacen: mujeres, niñas y niños reaccionan.
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Durante toda la semana no habíamos tenido luz en clase, debido a los trabajos en curso de la reforma del edificio. Nuestra aula espaciosa era demasiado oscura para estar las niñas y los niños en sus lugares acostumbrados en el banco, y además mi vista ya no es la de antes, he debido ayudarme como podía. El primer día, para ganar tiempo, he dicho: poneros todos allí, junto a la ventana con las sillas, comenzaremos la lectura”.
Pretendía hacer la lectura de un libro que hago normalmente al final de mis horas de clase. Alguno había llevado también lo que había elegido de la biblioteca de la clase. Cuando he terminado de leer el capítulo, Gaia ha propuesto leer algunos fragmentos del suyo. Le cogimos gusto y fuimos a parar a una especie de maratón de lectura. Adelante, uno tras otro. Había quien ha introducido Rasmus, de Lindgren, que vagabundeaba por las calles de Escandinavia, quien intentaba impresionar y hacer reír con Stilton, quien nos acariciaba con la poesía de las páginas de Carpi. Era evidente para todos que si se leía bien, nos quedábamos encantados.
Ahmed propuso proseguir al día siguiente. Yo he cogido la oportunidad al vuelo: lo que aborda nuevas competencias es siempre fomentado. Algunos lo han querido preparar en casa, de modo que el fragmento elegido fuese presentado mejor. Y, desde entonces, cada día, nos reunimos junto a la ventana, con la vela apoyada en la tierra, al lado del que lee, y la voz de la lectora o el lector de turno que nos captura. Gaia esta mañana se ha acercado, con su acostumbrado aire un poco circunspecto, y en voz baja me ha dicho: “es maravilloso leer”.
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Las relaciones en los lugares de trabajo: alguien, el otro día, ha comparado la colaboración y la cooperación de las maestras con la calidad total que ciertas empresas persiguen. Quizás no sabía de qué estaba hablando. La escuela primaria funciona bien no porque especula sobre el deseo y la capacidad de relación, haciéndolos convertirse en medios productivos y mercancías, no porque transforma a los seres humanos en recursos para el beneficio. La escuela primaria funciona bien porque acepta el juego imprevisible e incomparable del intercambio humano: las mujeres que aquí trabajan se ayudan, se hacen disponibles, tienen un intercambio con las colegas, también con quien está muy distante de las propias opciones de vida.
¿Por qué lo hacen? Porque saben que para estar en relación con las niñas y niños no hay otro camino: es preciso sostenerse, reemplazarse cuando hay problemas, compartir el sentido de los acontecimientos. Y las niñas y niños te llaman a participar en esta relación, a escuchar sus existencias, antes de cualquier aprendizaje que tú quieras perseguir. Construir algo junto con ellos: ha funcionado para todos así, pero parece que sea fácil de olvidar. Los niños y las niñas son seres humanos especialmente ocupados, por las necesidades que tienen y por el hecho de estar en una fase de la existencia en la que dependen aún de nosotros los mayores. Pueden estar muy bien, pero también muy mal. Y cuando están mal y tienen necesidades particulares, y esto ocurre también cuando están bien, es necesario que haya más de una persona para responder, para hacer algo.
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El niño de los ojos verdes ha tenido otra crisis: no quería pintar, no quería ni siquiera ir al aula de pintura. Maria Carla, mi colega, estaba ya lista con todas las otras y los otros en el corredor, pinceles en las manos y delantales más o menos abrochados. Todos, excepto el niño de los ojos verdes, que daba vueltas solo entre los bancos y reordenaba las sillas con gran precisión.
A las llamadas respondía en voz baja: “Yo no voy, no quiero”. Tomamos la decisión rápidamente, no sin inquietud: ella se fue, yo me quedé para comprender qué le estaba pasando. “Estoy cansado, tengo ganas de jugar”. Le propongo hacer un puzle juntos. La idea me viene porque, días antes, lo había visto sonriendo al hacer uno con otros dos compañeros, después de haber terminado un ejercicio que le había costado una inmensa fatiga. Nos sentamos codo con codo y comenzamos: un puzle de Aladin. Reconstruimos con paciencia. El se las arreglaba bien, yo me relajo y también él se tranquiliza a medida que la figura toma forma del desorden. Me fascina este deseo suyo de construir. Consigue expresar de algún modo algo de sí, pero a través del juego. Y estoy contenta de no haber pisado el acelerador de las relaciones. Me encuentro así jugando por una hora con aquel niño que, desde que ha empezado el año escolar, está luchando con la escritura y conmigo, que soy su maestra de italiano.
Me queda la preocupación de haber dejado a Maria Carla sola: la pintura con veinticuatro niños es una obra titánica. Pero sé que ella comprenderá. Me encuentro pensando en las intenciones del ministerio: reducirnos a los mínimos términos, a la soledad. Dejarnos solas, después de haber experimentados durante años el sentido de la responsabilidad compartida. Como mínimo está el otro, el niño del cual te ocupas, pero en la escuela hasta hoy han estado siempre también las otras, las adultas con las cuales intercambiar y con las que tu sensibilidad y tu inteligencia se ponen en círculo, sostenidas, amplificadas. ¿Por qué entonces pensar que dos enseñantes son demasiado para el Estado y un factor de desorientación para la infancia?
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Momentos de tensión hoy, durante la reunión semanal. He manifestado mi preocupación por Victor que, habiendo llegado el año pasado a Italia, continua sin despegar en la escritura y en la lectura. En nuestra clase, de 25 niños, diez tienen problemas con la gramática. Se mueven en un mundo desarticulado de sonidos y signos, con gran fatiga. Me pregunto si estoy haciendo todo lo que puedo, que debo hacer. Una colega de otra clase, ha elegido el camino del diagnóstico y el cuidado del presunto desorden: dos niños han sido declarados dislésicos, uno disortográfico. Otros cinco están en observación. Muchos de nosotros los enseñantes compartimos el ansia y las dudas por lo que está sucediendo. Pero no todos están de acuerdo con la solución de la colega, por eso ha surgido la discusión.
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Yo no sé si es verdad que los niños de hoy tienen más problemas que en le pasado en el aprendizaje de la lengua italiana, pero seguro que nosotras las maestras tenemos problemas sobre cómo interpretar el asunto. Hablar de problemas de lenguaje de modo tan difuso, sabiendo que la lengua es pensamiento y forma de estar en el mundo ¿qué significa? Decir a tantos niños, también extranjeros, tú eres dis- -esto es lo que hacen los expertos- sabiendo que dis- significa separación, dispersión, oposición, ¿quizás nos indica una fractura entre nosotros, la infancia y la lengua, esto es, entre nosotros y la comprensión de lo que está pasando? Otras palabras con ese prefijo se podrían decir: disgusta o discúlpame, por ejemplo, por reconocer que por el momento no sabemos qué hacer ni qué pensar.
Un mundo desarticulado de relaciones. Quizás sea esto lo que está detrás de todo, el hecho de que se olviden dobles, acentos, apóstrofes y que muchos niños, italianos y extranjeros, terminen por ser considerados afectados por un desorden del aprendizaje. Y no consigo imaginar cual será el contragolpe, en la relación con la lengua, para todas las niñas y los niños que están teniendo tantos problemas.
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Otro momento de gracia ha ocurrido hoy, al finalizar un día difícil, en el que ya sea el niño de los ojos verdes o ya sea yo, hemos atravesado varios momentos de crisis. Maria Carla ha venido con la guitarra, para ensayar la bienvenida a la niña romana que llegará mañana. En casa le había preparado un cartel con su nombre y una felicitación. Gusto estético y capacidad cantora decididamente buenas las suyas, suficientes las mías, pero nos compensamos. Hemos cantado nuestras canciones más bonitas. Nos estamos dividiendo los ejercicios: yo me estoy ocupando de Victor, ella se concentrará en esta nueva compañera de viaje.
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El momento más agradable ha sido justo el del canto: había sintonía y compenetración, se sentía. Una cosa sencilla, pero que hacía sonreír un poco a todos. En lo más bonito ha entrado Teresa, la colega un poco mágica que está pronta a jubilarse. No querría (y tampoco nosotras lo quisiéramos). Atrayendo la atención, se ha asomado a la clase y ha comenzado: “Oh, orco de un orco asesino” que es su expresión más conocida para decir que está contenta, que le está pasando algo bueno. Y es también una de sus formas de dar esperanza y confianza a los están a su alrededor. Muchas y muchos han reído ¿Y los otros? Esperamos que hayan comprendido.
Maria Cristina Mecenero.
(Los dibujos de estas páginas han sido realizados por los niños y niñas del nivel elemental. Se han puesto a trabajar en domingo y por ello les estamos agradecidas)
Traducción: Ana Ruiz Abascal