La seducción de lo fácil en educación: una amenaza vital
- Antonieta Carreño Aguilar, Gloria Díaz Fernández, Anna Gómez Mundó
- n. 31 • 2021 • Instituto Paulo Freire de España
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La seducción de lo fácil en educación: una amenaza vital
Antonieta Carreño Aguilar . Departament de Teoria i Història de la Facultat d’Educació de la Universitat de Barcelona
Gloria Díaz Fernández . Departament de Didàctica i Organització Educativa de la Facultat d’Educació de la Universitat de Barcelona.
Anna Gómez Mundó . Professora del Departament de Pedagogia de la Universitat de Vic.
“Què en fas, de la teva vida i del teu temps en aquests moments?
Tinc exàmens, diu.
Molt bé, diu ella. Però què en fas, de la teva vida i del teu temps
en aquests moments ?” [1]
La desorientación con la que nos estamos moviendo desde hace unos años ha llegado a inquietarnos hasta tal punto que se nos ha hecho casi insoportable. A quienes se han desarrollado en la época posmoderna les está siendo muy difícil situarse en ella debido a la orfandad de la experiencia de la época moderna, y muchos de los que crecieron con los fundamentos sólidos de la modernidad se han muerto o ya los han olvidado, engullidos por aquello de ‘ponerse al día’; han cambiado el ‘pasar página’ por el ‘saltar pantalla’.
En el ámbito educativo, esta desorientación ha sido semilla de diversas y variopintas propuestas: desde recuperar antiguos modelos pedagógicos (pensando que los estaban descubriendo) hasta vilipendiar la pedagogía en pro de otras disciplinas con más prestigio, como la psicología y sus derivadas. En lo que sí coinciden todas las propuestas es en presentarse como un sistema infalible capaz de combatir la desorientación existencial y social que respiramos. El sistema que comparten es el que hemos llamado “sistema tecnológico”, entendiendo sistema como Mèlich (2021, p.103) nos lo presenta:
Hay que distinguir el “mundo” de los “sistemas sociales”. A diferencia del primero, que se caracteriza por su ambigüedad, por expresarse a través de una gramática frágil y contradictoria, por no ser ni claro ni distinto, los segundos operan bajo una lógica de la totalidad, del poder y de la dominación, y no soportan la incertidumbre. Los sistemas sociales son tranquilizadores, porque tienen la presunción de alimentar y dirigir la vida y de otorgarle un orden. Reducen la complejidad del mundo, su tan difícil de sobrellevar indiferencia, y clarifican sus sombras.
Y entendiendo tecnológico por lo que implica el significado de la raíz tekné que contiene la palabra. Es importante subrayar que la crítica que dirigimos al sistema tecnológico no se refiere a los artefactos tecnológicos que tanto abundan en nuestras casas e instituciones, sino a la tekné desprovista de sentido, que proyecta una artificialidad del conocimiento presentándolo como una producción a consumir y que conforma un sistema cerrado que configura un simbólico completamente compacto, inteligible y controlable. En este sentido, las características que contiene el sistema tecnológico son las mismas que hacen que sea un sistema muy similar a los sistemas totalitarios. La unicidad y el diseño cerrado y pensado para hacer viable el control en todas sus fases no deja espacios para la acción libre de quienes se mueven en él. La capacidad de agencia de los sujetos queda cortada por la sencilla razón de que el método del sistema se come el pensamiento, estableciendo así una jerarquía de prioridades en la que el cómo se antepone al qué y al por qué.
Volviendo la vista atrás, nos percatamos de la rabiosa vigencia que aún tiene la reflexión crítica que en su momento planteó Deligny (2021). A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, el educador francés ya puso encima de la mesa el peligro que conllevaba la sustitución de la memoria de especie por la memoria de educación, entendiendo la última como la institucionalización, normativización y reducción a un único modelo válido de la vida a través de la penetración del sistema tecnológico en todas las esferas de la vida humana.
Un sistema acrítico, atemporal y aespacio
En el sistema tecnológico todo aparece ordenado, claro y fundamentado científicamente. Orden, claridad y fundamentación son la carta de presentación con la que se logra convencer rápidamente a quiénes desarrollan sus quehaceres vitales y profesionales en ámbitos especialmente caóticos, inciertos y conflictuales. Y no es de extrañar que lo consigan, porque la eficiencia – la que prometen sus lógicas infalibles- tranquiliza –y mucho- a las personas que en su momento se comprometieron a trabajar en ámbitos donde la labor a desarrollar tiene la vida al centro, como lo son maestros y educadores.
La complejidad y el misterio de las vidas aportan la incertidumbre, el conflicto y el caos, los mismos elementos que el sistema promete eliminar, transformando en fácil lo difícil de la acción de educar.
No obstante, conseguir mantener el sistema tiene consecuencias importantes en la vida de las personas y sus comunidades, porque su carácter acrítico, aespacio y atemporal no es inocuo.
Al tener que acoplarse a un sistema que ya viene dado a priori, la persona insertada en él cree que en el manual de instrucciones va a encontrar todas las respuestas y soluciones de cualquier problema que pueda aparecer en el desarrollo de su tarea. En el ámbito educativo -sea éste escolar o no- encontramos una dinámica sospechosamente parecida. Colocándose bajo el paraguas de una u otra disciplina, los trabajadores educativos se encuentran en una atmósfera disciplinaria y con todo lo que ello implica:
En una atmósfera disciplinaria, las ideas circulan verticalmente. Es cuando el rigor científico se confunde con el rigor mortis. Es cuando la pureza vela por el aislamiento y eliminación de cualquier presunta impureza- es cuando la tradición se convierte en prohibición de cambio. Es cuando las personas dejan de ser admiradas por su talento y su esfuerzo y pasan a valorarse por su lealtad hacia las jerarquías superiores. Es cuando la gente empieza a callar y a esconder ideas. Es la señal de que la decadencia imparable del conocimiento ha comenzado. (Wagensberg, 2015, p.67)
Si de la cita anterior sustituimos ‘impureza’ por ‘error’, abrimos la puerta a una palabra omnipresente en muchos textos y discursos recientes: la tan aclamada excelencia. Un término que tiene connotación de infalibilidad, perfección y verdad, unas cualidades cargadas de prepotencia y que, por lo tanto, son impermeables a la humildad y a la duda necesarias para el pensamiento crítico. Es más, como agudamente señala Wagensberg (2015), la excelencia se reconoce, y se mantiene, a quien acata sin discusión lo que las jerarquías superiores dictan. Acatar sin problematizar no conjuga con discernir pensando críticamente.
Amparados por la institución, muchos maestros, gestores, administrativos, evaluadores -incluso alumnos- se colocan en las casillas otorgadas y se limitan a cumplir con lo que se espera de ellos. Dicho de otro modo, la educación cada vez se da menos en el marco de procesos instituyentes y marcha por la autopista, la vía fácil marcada por las directrices institucionales sin siquiera sopesar la opción de desviarse por carreteras secundarias, lo que permitiría descubrir y explorar el entorno y sus posibilidades. En definitiva, se pretende que el acto y el sentido de la educación se hagan sin poder contar con el regalo de encontrarse con “los claros del bosque” de Zambrano (1986).
Hemos expuesto elementos para pensar que el sistema tecnológico es acrítico, pero decimos que también es atemporal.
En el sistema tecnológico, la memoria no representa un valor, puesto que el tiempo del proceso se reduce a una secuenciación de elementos pensados al margen de la historia y de la experiencia que hayan podido significar para quien los ejecuta. Es una secuenciación en forma de noria, donde todo se repite en un círculo viciado que gira al margen de la experiencia. Es una temporalidad encerrada en sí misma en la que “(…) Reinan la actualidad y la urgencia del momento presente.” (Augé, 2000, p.107).
Pero hay más: de la misma manera que en el sistema tecnológico el tiempo se diluye, también el espacio se difumina, a pesar de saber que la asistencia e incardinación en los tiempos y la corporalidad de los sujetos que participan del hecho educativo son elementos propios de la naturaleza de la educación. Eso es: aun conociendo el valor que tienen los tiempos y los cuerpos en el hecho educativo, y viviendo en una época donde parece que los cuerpos y las corporalidades son cada vez más tenidos en cuenta en los discursos, las prácticas de los humanos tienen muy poco o nada en cuenta la manera con la que las distintas esferas de los cuerpos participan en el acto de enseñar y de aprender. Tanto es así que las voces que han afirmado que la modalidad de enseñanza híbrida – la que combina clases presenciales con las clases en línea- es un gran avance, o que el teletrabajo en las profesiones en las que la intersubjetividad es prioritaria no ha impedido el desarrollo habitual de su oficio, no han levantado resistencias ni argumentaciones opuestas relevantes. Ahí vemos una suerte de ingenuidad de la que Augé (2000) nos previene:
(…) el lugar antropológico, es al mismo tiempo principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa.
(…) Estos lugares tienen por lo menos tres rasgos comunes. Se consideran (o los consideran) identificatorios, relacionales e históricos.
(…) El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud. (pp.58-107)
Si consideramos los tres elementos que Augé enumera para reconocer un espacio como “lugar” -identidad, relacionalidad e historicidad-, es fácil darse cuenta de que los lugares que el sistema tecnológico ofrece son, en realidad, unos no lugares, unos lugares que devienen espacios de anonimato y de no posibilidad; lo que nos hace considerar la expresión tan frecuente de “esto lo vas a encontrar en la nube” como un falso lugar, donde no hay sitio para las relaciones ni para la memoria.
Bajo la apariencia de un trastero de archivos, el sistema tecnológico contribuye a la desarticulación de los espacios de encuentro de cuerpos y simbólicos humanizadores y, por lo tanto, a la desactivación de las posibilidades de creación:
En el fondo de esta cuestión anida, en definitiva, un último y profundo quid común a otras muchas que padece el hombre de nuestros días. El secreto está en que ya nadie se aventura a solas a nada, cada día da más miedo. Ni a conocer a una persona, ni a leer un libro, ni a hacer un viaje. Para todo se acude a las guías, a los informes, a los resúmenes. Nadie quiere arriesgarse porque ir a solas entraña siempre riesgo, de eso qué duda cabe; pero es, por otra parte, la única forma de inventar o de descubrir algo inédito. (Martín Gaite, 2021, p.30)
El nuevo sistema tecnológico ofrece espacios de tránsito físico con una estética de la individualidad. Son espacios confortables que permiten al individuo sentirse aislado del resto de personas que circulan alrededor. Son espacios individuales, que no singulares; y no pueden serlo, ya que deben ser usados por muchas personas que no tienen por qué mantener ningún vínculo entre ellas, ni compartir ninguna característica más allá de haber llegado a pensar que aquel espacio está diseñado especialmente para ellos. En el medio de un pasillo ancho, en un vestíbulo o en estancias de aeropuertos, se alzan sillones, bancos, mesas de cara a la pared, todos con enchufes disponibles para los dispositivos electrónicos que -estos sí - les conectarán al mundo. Con ello se quiere evitar la sobreestimulación y convocar a la concentración para llevar a cabo aquello ‘importante’. La reflexión de Joan Arumí (2021), un compañero de universidad, apunta a la necesaria participación del sujeto para salvar los lugares que habitamos:
Sembla que els llocs només són per passar-hi atrafegats, o per visitar-los fent de turista o per fer-nos-hi fotos per penjar a Instagram. Hi ha llocs ordinaris i grisos com un replà d'escala. Algú, però, pot deixar escrit en el replà una frase, un pensament, una idea... Llavors aquell replà, si t'hi atures i llegeixes, es converteix en un lloc nou, en un lloc per pensar... Què faríem sense llocs per pensar? Seríem només passavolants, turistes, instagramers... [2]
No hay interlocutores, uno está solo con lo que el espacio virtual le ofrece. Si las ideas populistas se presentan de manera placentera, con ideas que atraen por sus beneficios rápidos y esperados, la fuerza de atracción de los no lugares está en lo significativo de la experiencia de estar en ellos, por el confort y sensación de bienestar que dicen ofrecer (Augé, 2000).
Mecanización sin misterio
La gramática que se propone desde el paradigma tecnológico es una gramática mecanizada que se mueve por logaritmos y en la que la imaginación no tiene por donde entrar. Así, observamos que la predicción del futuro se ha desplazado de la lectura e interpretación de las constelaciones al cálculo hecho con indicadores matemáticos. Los sistemas de matemática computerizada se erigen como las únicas sedes autorizadas para lanzar las previsiones futuras revestidas de “verdad científica”, como si la vida fuera producto de una combinación de fórmulas predefinidas e impermeable a la entropía.
Lo que pasa en el ámbito de lo hasta ahora estrictamente orgánico también va calando en el ámbito de lo educativo. Un ejemplo de ello lo hallamos en la cada vez mayor presencia de los argumentos neurocientíficos para explicar lo que ocurre en los procesos de desarrollo y aprendizaje. Ahí ya no hay lugar para la acción de la voluntad ni del deseo de aprender, sino la existencia o no de conexiones más o menos “sanas” de células a partir de estímulos más o menos adecuados para activar la máquina de aprender. Así, de la misma manera que el motor de un coche sólo necesita contener las piezas concretas y bien ensambladas, el aprendizaje de una criatura también dependerá sólo y exclusivamente de sus elementos estrictamente biológicos. Ahí, la relación, la confianza, el misterio, la imaginación y el imprevisto no cuentan para nada.
En la propuesta tecnológica ya no hay oportunidad para los vínculos, la tecnificación lleva a la deshumanización de la experiencia educativa, y la mecánica de la aplicabilidad de procesos predefinidos repercute en la no posibilidad de ser sensible a la contingencia.
La lógica tecnológica pone muy difícil el desarrollo de una mirada, una escucha y un pensamiento propios. La mirada propia va tomando forma gracias al encuentro con lo desconocido y con la relación que mantenemos con él. Una relación que, aunque pueda darse en silencio, no es muda. Si bien quedarse en silencio puede ser un gesto de complicidad con lo que está aconteciendo, también puede interpretarse como un gesto de resistencia y – ¡cómo cuesta hacerlo! - como forma de acompañamiento. No decir, no hacer, sino dejar ser. Por el contrario, la bondad de la previsión con la que se presentan los protocolos con sus planificaciones y programaciones no deja ningún resquicio para responder desde el silencio o de otras maneras a la demanda y necesidad del otro, y da a entender que la no previsión es sinónimo de inacción, incompetencia, dejadez y desinterés; un defecto que impide reconocer la profesionalidad de quien se atreve a escuchar y actuar con respeto a la singularidad del otro y de su contexto. Es así como de la misma forma con la que el silencio de la palabra se sanciona demandando una respuesta inmediata, el silencio del programa de intervención también es motivo suficiente para ser calificado negativamente, como señal de incompetencia e ineptitud de quien no programa ni planifica de antemano [3]. En el paradigma imperante de nuestros días, parece ser que el deber de todo educador es prever qué situaciones van a aparecer y cómo se actuará en cada una de ellas, eliminando de esta manera el saber sensible que vive, piensa y actúa de acorde a la realidad concreta.
La tecnificación de la metodología puede verse en la veneración que hoy en día se hace de los protocolos, los manuales de instrucciones físicas, administrativas y morales que la gran mayoría de las veces se reducen a la aplicación de unos pasos linealmente secuenciados y despegados de la contingencia de la situación. En ellos, se deposita una fe ciega que lleva a creer que la sola existencia de ellos ya corrige, cura, protege, del acontecimiento “discordante”. De esa manera, el imaginario social va tiñéndose con la convicción de considerar los protocolos como antídotos del error, del fracaso y del desvío del trayecto planificado. Calculado y definido por la expertez de lo científico, todo protocolo se presenta como un expendedor de respuestas prefabricadas que exime a las personas de tener que tomar decisiones, y que su correcto cumplimiento da cuenta del buen hacer educativo. Qué hacer y cómo hacerlo ya no son preguntas a plantearse: todo está en el ‘manual’.
Con todo ello, lo que va produciéndose es una desustancialización (Zyszek, 2014) de la vida, desvistiéndola de complejidad, de matices y de misterio, desnaturalizándola. La cerveza ya no lleva alcohol, la leche ya no lleva lactosa, la vida ya no es misterio. Puede que pronto tengamos que hacer como Magritte y decir “Ceci n’est pas une pipe”.
Asistimos a la desustancialización de la vida en muchos momentos en los que se confunde ésta con lo que el sistema de educación(Deligny, 2021) nos ha dicho que debería ser y no lo que es.
La aplicación de lo que nos viene dictado es el gesto de delegar nuestra vida a unos sin rostro, y sorprende, además, la confianza con la que lo hacemos. Bueno, si nos fijamos en el anexo de justificaciones que acompañan las indicaciones a seguir ya no sorprende tanto la aceptación agradecida con la que recibimos las directrices: siempre es una condición para nuestro bien, para quitarnos problemas de encima, para nuestro bienestar, y por eso la leche no lleva lactosa, porque la lactosa puede hacernos daño, al igual que no tener que pensar por uno mismo y así tener tiempo de hacer lo que nos marcan como importante de nuestro trabajo,... Asistimos, entonces, a una infantilización de los sujetos que los somete a una tutela hecha desde una aproximación terriblemente moralizante. Sin duda, vivir conlleva riesgos, como lo hace todo aquello que desconocemos, pero si pretendemos limpiar la vida de riesgos lo que hacemos es ceder un poco más de nuestra capacidad de ser sujetos. [4] Al sentir el miedo a no poder superar el riesgo que implica el éxito (de promoción laboral, de reconocimiento social, de excelencia profesional, de salud corporal, de bienestar,…) los adeptos al sistema tecnológico siguen incrementándose. Basta con revisar los proyectos que presentan los equipos de investigación ambiciosos de subir escalones en el mundo académico: todos se ajustan a las líneas presentadas como prioritarias desde las agencias de las administraciones y academias, como las aparecidas recientemente que, dicen, confluyen para lograr los objetivos de desarrollo sostenible. Ni la decisión de qué nos interesa conocer, o comprender mejor, nos dejan, porque ya está tomada desde otro lugar que no se mueve tanto por el amor al conocimiento como por la devoción al capital.
A la buena disposición femenina para recibir de otro normas por las que regirse (tendencia fácilmente comprensible si se piensa en su pobre papel de comparsa a lo largo de la sociedad patriarcal), hay que añadir la circunstancia de que nunca una mujer se ha visto tan sedienta de afirmación y diferenciación, tan obsesionada por conquistar esa “personalidad” que ha de valerle el aprecio de los demás, como en el seno de la sociedad actual, donde todos los letreros invitan al éxito, al amor y a la felicidad individual como metas absolutas y accesibles mediante recetas prácticas. Y cuando por doquier nos están ofreciendo llaves más infalibles y perfeccionadas cada día para adecuarse a toda clase de puertas, hasta a las más secretas y particulares, nada tiene de extraño que decrezcan el interés y la preocupación por examinar personalmente esas cerraduras que no funcionan, analizando con ello las causas de su embotamiento y que, por el contrario, a expensas de lo que sería tan noble interés, se alimente y crezca la fe entusiasta en las panaceas pregonadas. Con lo cual, no solamente aquellas puertas que se pretendían abrir seguirán ofreciendo idéntica resistencia, sino que gradualmente viene a embotarse también cada vez más la capacidad de pensar algo bien claro: que, mientras no sepa uno mismo en qué laberinto anda preso, malamente nos va a dar nadie, desde fuera, llave ninguna para salir de él. (Martín Gaite, 2021, pp.194-195)
No obstante, la cuestión de fondo no es que el sistema quiera nuestro bienestar sino que bajo su pretendida bondad está la ya veterana voluntad de controlar y, al saber de sobras que los dispositivos de control cada vez producen más rechazo entre la gente, disfrazan las nuevas exigencias con la piel de cordero del bien común. Con esta presentación, aceptamos dóciles y agradecidos los ‘facilitadores de vida’, los mismos que sutilmente nos la van quitando.
En el acto educativo la tecnificación se traduce en un reduccionismo simplista de lo que es un proceso complejo. Como el populismo, la educación tecnologizada se explica en frases cortas, en explicaciones sencillas y en recomendaciones encapsuladas, y presentadas como infalibles, sea cual sea el contexto en el que se aplican.
Lástima que si desenvolvemos el papel que envuelve el regalo del discurso populista lo primero que encontramos son problemas, bastantes problemas. Uno de ellos es que la claridad y eficacia de sus recetas hablan a seres que consideran planos, casi robóticos, que no tienen la capacidad, ni la posibilidad, ni el poder suficiente para analizar, pensar e imaginar por sí mismos sus vidas personales y en comunidad. Por el contrario, desvisten de humanidad a quienes dicen quererles el bien y, además, por si fuera poco la infantilización y discapacitación que ejercen, van borrando la conciencia de alteridad, la que precisamente nos da nuestra identidad y nuestra dimensión social e histórica. Richard Sennett (2021) lo tiene en cuenta también desde el análisis que hace de las ciudades:
Tanto si se enfrentan con un problema matemático, las exigencias discordantes de un nuevo amante o con un nuevo trabajo, las personas necesitan desarrollar la habilidad de lidiar con la ambigüedad, la dificultad y lo desconocido para explorar un giro inesperado en lugar de defenderse de él. Y he aquí el punto fuerte de Erikson como pensador: era más un moralista que un psicoanalista. Su visión moral podría resumirse en la frase Menos yo, más otro. Esto es lo que sucede en el lado positivo de una crisis de identidad, y desde luego durante toda una vida: uno asimila más del Otro externo y proyecta menos de su Yo en los demás. Practicar esta ética requiere fuerza psicológica, pero este poder no puede surgir de la nada. La gente tiene que entrenar el Menos yo, más otro, como si de ir al gimnasio a desarrollar los músculos se tratara. La percepción que quería aportar –y, espero, el valor duradero de mi libro- era que una ciudad grande, densa y diversa es el lugar en el que la gente podría entrenar y gradualmente desarrollar este músculo moral. (Sendra y Sennett, 2021, pp.26-27)
La igualdad y la libertad en las banderas populistas
La tentación de simplificar los conflictos para convencer de la facilidad que tiene su resolución está por todas partes y todo el mundo es susceptible de caer ante sus dotes seductoras. El populismo puede encontrarse en todos espacios del abanico ideológico, tanto en las formaciones políticas de derecha como en las de izquierda (Wieviorka, 2020). Pensar que ‘los tuyos’ están a salvo de la tentación es otra trampa en la que es fácil quedarse atrapado, y atribuir el mal del populismo únicamente a los partidos políticos también lo es. Así, somos testimonios de compartir un imaginario educativo que lo mismo habla para quien es presa del paradigma de éxito escolar (neoliberalismo) como para quien lo es del paradigma ‘igualitario-equitativo’. La constante en ellas es una de las razones populistas, la falacia que tiene como punto de partida de que todos somos iguales (Eco, 2018). El “imperio del Uno” arrasa con todas las diferencias y trabaja para expulsar la diversidad contando un mundo homogéneo.
Bajando al plano de lo cotidiano, vemos surgir líderes que tienen rasgos en común al plantear un problema al sistema; “sistema” utilizada como palabra-pantalla para decir “la democracia” (Laurent, 2017). Recientemente, volvemos a presenciar -algunos atónitos, otros satisfechos, muchos preocupados- cómo el desafío a las élites vuelve a ser la bandera enarbolada por parte de algunos líderes políticos relevantes de nuestro entorno. Ante el dolor de tanta gente, ante el desconcierto que provoca la incertidumbre y la incomprensión de decisiones políticas partidistas, ante el malestar social y económico que produce una realidad que pone de relieve injusticias y lógicas perversas, la atracción que ejercen los personajes que se presentan como desafiantes de todo ello es altísima.
La apariencia transgresora y rompedora del discurso-eslogan con los que se acompañan los populismos la provoca, en parte, el hecho de decir aquello prohibido hasta el momento presentándolo como una verdad revolucionaria que desafía el stablishment al que todo el mundo atribuye la causa de todos los males. Y ahí se abre la puerta a los mensajes simplistas rellenos de demagogia. Con ellos, empieza la banalización de todo: tanto de los conceptos (libertad, democracia, educación…) como de las experiencias (la muerte, amar, aprender…). De la perversión de los significados se deriva la práctica de estigmatización de todos aquellos que no se adecuan a la re-significación dada a los conceptos y experiencias. Todo aquél que considere que la libertad no es poder salir a tomar una caña sin encontrarse con su ex – pareja (Ayuso dixit) [5] será señalado como uno más de los que están en las afueras de la condición humana, los que están fuera de la normalidad normativa instaurada: “Sólo de vez en cuando se oye por lo bajo rezongar la queja, no de las Personas, sí de la gente, que reconoce que esto no es aquello...la sospecha de que el Desarrollo le está dando gato por liebre...”(García Calvo, 1993, p.35)
La práctica demagógica del discurso apela y se adhiere a los espacios más individualizadores de las conciencias, mostrando así su dimensión moral que, por ejemplo, enseña que aquello importante no es la libertad, sino mi libertad. Sobre esta otra moral egocéntrica se construye la moral de la posmodernidad en la que los valores sólidos -libertad, fraternidad e igualdad- se trasladan y se recluyen meramente dentro del espacio estrictamente individual. Seguramente, es por ello por lo que hoy en día el aprendizaje ético es autorreferencial. Todo se orienta hacia el empoderamiento de la persona, la superación personal, la autoestima, la excelencia, el éxito. La dificultad que se evidencia actualmente es la moral posmoderna sin los referentes de la moral moderna. Un ejemplo reciente es la obediencia de las prohibiciones y recortes de libertades que a nivel estatal llegaron con la declaración del estado de alarma con motivo de la pandemia de la Covid-19. Cuando el gobierno levantó el estado de alarma, la reacción mayoritaria fue la de ‘ya tengo campo libre’. Pasamos de un extremo al otro por una orfandad moral, tal vez consecuencia de las pocas ocasiones en las que las propuestas de aprendizaje desarrollan el pensamiento propio y el conocimiento de referentes sólidos a los que acudir a pedir consejo, conversar y/o aprender. En un contexto social que repite que aquello moral es lo legal, si aquello que guía la vida no son los valores sino las leyes, lo más fácil es consultar las leyes antes que al pensamiento y a la sensibilidad.
La autorreferencialidad plantea el vínculo con el otro y con lo otro como una opción superflua para la vida, convirtiéndose así en una amenaza vital. La superación y reafirmación personal dirige la mirada del individuo hacia su ombligo y le roba el horizonte necesario para mirar más allá de sí mismo y de sus necesidades. El eslogan publicitario “porque yo lo valgo” es representativo de la actitud asocial de la que estamos hablando. La autoreferencialidad no se limita a las actitudes, sino también a las acciones que se emprenden para conseguir lo que uno quiere (o cree que quiere), sustentándola sobre valores relativos jerarquizados según la necesidad del momento: es justo aquello que me va bien a mí ahora que sea justo, pero si mañana necesito otra vara de justicia la cambio; si el modelo pedagógico pierde fuelle, ensalzo otro sin ningún problema. Es una moral voluntarista en la que la responsabilidad recae en cada individuo. Hay una moral ambiental, ético-económica, política, y es cada individuo quien actúa de acuerdo a ella, pero no es una moral sistémica ni compartida, por lo que cuando la información de la que se dispone para ir formándose la moral está llena de fakes y demagogias, la interiorización moral deviene perversa. Y es que se está construyendo sobre una sarta de mentiras.
El líder experto
El tono vehemente con el que los aspirantes a devenir líderes lanzan sus proclamas borra cualquier atisbo de duda. Con todo ello por delante, se erigen como los líderes que se necesitan para poner ‘orden’ al desorden desatado. Desorden desatado por el caos moral del ‘todo vale’ según como se mire y de quien lo mire, o sea, el relativismo moral absoluto:
El hecho de que las imágenes del bien y del mal difieran de un lugar a otro y de una época a otra, y que poco podamos hacer al respecto, no ha sido un secreto, por lo menos desde Montaigne. Unos cuantos de los autores que escribieron sobre el tema, empero, consideraban este hecho con la resignación que mostraba Montaigne, y con serena y despejada ecuanimidad. La mayoría lo veía con horror, como una amenaza y total absurdo, un reto tanto para el pensador como para el actor. La verdad es, por definición, una; numerosos son, en cambio, los errores. Y lo mismo se aplica a la propiedad moral, si los preceptos morales deberán ir sustentados por una autoridad más respetable que la que vocifera, entre pataletas, “esto es lo que yo quiero, y lo quiero ahora. (Bauman, 2005, p.28)
Cual líder que pone orden, aparece en escena el experto. Tanto da si es periodista generalista, filósofa, exdiputado, catedrático de código penal o escritora: él sabe qué conviene a la educación, cómo deberían ser las relaciones familiares, qué actividades son sanas y cuáles no, qué hay que cambiar en la formación de maestras y de las instituciones de enseñanza secundaria. Se atreven con todo y parece que les va bastante bien, porque de repente sus libros se convierten en superventas y en casi cada escuela se les invita a dar conferencias y lecciones a los pobres e incapaces tutores de los menores.
El experto es uno de los líderes que llega para poner orden y/o para trasladar una propuesta de organización, modelización o de acción aparentemente ordenada. Lo importante es transmitir una sensación de orden, como se ve que ocurre cuando ante un incidente se nos pretende calmar diciendo “tranquila, el protocolo ya está activado”. Ahí es cuando puede apreciarse la pátina religiosa con la que se reviste el procedimiento a seguir, un procedimiento que replica una pautalización de la vida de la misma manera que lo hace la liturgia religiosa. Como el poder divino, el protocolo jerarquiza de manera intrínseca los pasos que se deben dar, dando por hecho que hay un orden incuestionable a seguir. Pero, ¿quién lo dicta? ¿quién lo diseña? ¿Será el poder difuso el que ha conseguido convencer a tantos que nada se puede cambiar porque el sistema, el programa informático, la normativa, la agencia ‘tal y cual’ no lo deja hacer?
Dejar que uno encuentre algo nuevo y experimente con ello es demasiado arriesgado para quién persigue un orden al que poder controlar fácilmente. Porque al fin y al cabo, y paradójicamente a cómo se presentan en sus inicios, lo que persiguen los populismos es conseguir afianzarse en los espacios de poder, en los mismos que anteriormente han desafiado. Al principio, cuando la organización populista empieza su plan de acción se sitúa lejos de las instituciones, arremetiendo contra ellas y lo que representan presentándose ante la población como aquella voz valiente y desafiadora de las élites y sus privilegios. Durante ese proceso, el populismo sabe moverse muy bien y sus mensajes llegan incluso a ser tildados de verdad revolucionaria. El modus operandi del populismo es una forma de seducción que cuando llega a su traducción práctica se muestra como una inercia de formas de hacer autoritarias.
El mensaje revolucionario deja paso a un direccionismo institucional autoritario. Un ejemplo de ello lo observamos en la distinta manera de vivir las pruebas de competencias básicas según el proyecto educativo y el equipo docente de los centros escolares. Mientras que los que están en el ‘sistema’ pasan las pruebas sin ocupar en ellas más tiempo del necesario, muchos de los que se definen como alternativos e innovadores lo viven con angustia y miedo; ¿Y si pierden su puesto en el ranquin? ¿Y si los inciertos resultados llevan a las familias a dudar de la bondad pedagógica de su proyecto? Los docentes que más tranquilos deberían estar sean cuales sean los resultados de las pruebas homogéneas y estandarizadas son los que peor las viven, mientras que los equipos docentes de las escuelas “ordinarias” las entienden como parte de lo que prevé el sistema educativo.
Protocolo vs compromiso con la vida
La correcta institucionalización que requiere el sistema tecnológico (tekné) para seguir una carrera docente discurre por otros vericuetos que van denostando toda la energía que se ha empleado en el compromiso social, político y comunitario. El compromiso con el modelo es una adhesión acrítica al sistema. En la formación de los docentes se hace hincapié en la importancia del compromiso profesional: los autores (maestros) referentes que tuvieron su compromiso con el conocimiento, con la cultura, con la tradición, con la comunidad, con la moral cívica, con las personas, hoy no harían carrera alguna ni recibirían ningún reconocimiento, puesto que todos sus compromisos quedan al margen de lo valorado en la profesión y no dan puntos para subir escalones profesionales.
Sea como sea, dicen que debemos estar contentos de contar con los protocolos y de poder aplicarlos. Eso, ya lo sabemos, ordena y limpia de impurezas el proceder, y garantiza la consecución del resultado final deseado. Pero detengámonos un momento en el nombre asociado al protocolo: aplicación. Aplicativos hay por todas partes, también, y no quedan muy lejos de la connotación que queremos subrayar del verbo aplicar. En el universo mental compartido de muchas generaciones, ser aplicado era sinónimo de ser un buen seguidor de las normas disciplinarias de las instituciones y organismos, fueran esos laborales o académicos. Ser aplicada en la escuela era la expresión que definía la alumna como ejemplo de la buena experiencia escolar del siglo XX. Aun así, la alumna era todavía el sujeto que encarnaba las buenas acciones y virtudes requeridas por el sistema. No obstante, actualmente la encarnación en los cuerpos ya no es requisito: se ha trasladado al espacio digital, a la bondad de las aplicaciones tecnológicas, a la aplicación mecánica de procedimientos desencarnados que bien podrían ser frascos que no contienen nada:
Ya en los años del bachillerato estudiábamos para alcanzar esos sobresalientes que hoy nuestros padres guardan todavía y muestran con orgullo, a pesar de que el estudio de los ríos del mundo o de la botánica no dejaron en nosotros huella ninguna. La entrega y atención a los trabajos en que vamos empleando nuestro tiempo y nuestra inteligencia es lo único que tiene algún sentido. El que no lo comprenda así puede llevar colgado a lo largo de toda su vida un mismo letrero escrito pegado sobre la pared de un frasco que no contiene nada. (Martín Gaite, 2021, p.99)
La fragmentación del proceso repartiendo las tareas en distintas fases independientes entre ellas y de lo que les rodea se presenta como la manera eficaz con la que conseguir llegar al aprendizaje global. Como si el conocimiento fuera el resultado de la unión de las piezas de un puzzle, este enfoque tecnologizado pretende que el aprendizaje se de a partir de la suma de partes -porciones- de información. Su propuesta se asemeja a la analogía que Meirieu (2001) hizo con la figura de Frankenstein para reflexionar y alertar de los peligros de pensar que el individuo puede construirse a partir de la unión de partes muertas.
¿Hay que volver, entonces, al proyecto que, desde Pigmalión hasta Frankenstein, desde el Golem hasta Pinocho, se propone hacer del niño un objeto de “fabricación”, un simple resultado de experiencias fisiológicas, psicológicas y sociales? Por supuesto que no. (…) La ambición de dominar por completo el desarrollo de un individuo, ya sea pasando por la creación de reflejos condicionados al modo de Pavlov, ya sea mediante el despliegue de herramientas tecnológicas al estilo de Skinner y de la enseñanza programada, es siempre una ambición perversa y mortífera. Aunque la psicología cognitiva ocupe el lugar de lo que Frankenstein llamaba “la filosofía natural”, aunque la didáctica sustituya a la cirugía, aunque conocimientos extirpados de bibliotecas reemplacen a fragmentos de cadáver desenterrados de cementerios, permanecemos en el mismo sueño o, mejor dicho, en la misma pesadilla: hacer vida con la muerte, fabricar un sujeto acumulando elementos y esperando que, mágicamente, una “chispa de vida” venga a ligar y a dar animación a ese cúmulo.” (p.73).
Al vaciar el conocimiento de la significación, de la memoria, del contexto, como si una práctica de desinfección se realizara en la mesa de Frankenstein, lo que se consigue es la imposibilidad de vida, lo mortífero. Se cultiva la sospecha acerca de lo siniestro, de lo demoníaco, y ahí las desviaciones se presentan como problema, como peligro, como aquello ingobernable: el otro, el extraño, el extranjero, el monstruo. Sin memoria, sin contexto y sin sentido, no educamos en la vida que vibra y nos limitamos a enseñar lo ya terminado y totalmente definido. Cerramos el horizonte.
¿Dónde está la vida? ¿Dónde está el alma? ¿Dónde están los sueños? ¿Dónde está el deseo? ¿Por dónde discrepar, desviarse, confrontarse con aquello ya dado que ha configurado el mismo ser, si lo podemos llamar ‘ ser’? ¿a partir de qué perspectiva disentir si no hay más que una?
Cavilar meticulosamente sobre la fabricación de objetos (medios didácticos, juguetes o libros) que sean adecuados para los niños es una estulticia. Desde la Ilustración esto constituye una de las más rancias especulaciones de los pedagogos. Su embelesamiento con la psicología les impide reconocer que la tierra está llena de los más incomparables objetos de la atención y el ejercicio infantil. De los más concretos. Y es que los niños son de particular manera propensos a visitar cualquier lugar de trabajo donde puedan ver cómo las cosas son objeto de manipulación. Se sienten irresistiblemente atraídos por los desechos que se generan en la construcción, los quehaceres domésticos, de jardinería, de costura o de carpintería. En esos productos de desecho reconocen la cara con que los mira precisamente a ellos, sólo a ellos, el mundo de las cosas. No es tanto que reproduzcan las obras de los adultos cuanto que, al jugar, establecen entre materiales de muy variada índole una nueva, impulsiva relación. Son los niños mismos quienes así se forman su propio mundo de las cosas, un mundo pequeño dentro del grande. Habría que estar atento a las normas de ese mundo en miniatura de las cosas si intencionadamente se quiere crear para los niños, en vez de dar preferencia a que sea la actividad propia, con todo lo que tiene de accesorio e instrumental, la que encuentre por sí sola el camino hasta ellos. (Benjamin, 2021, pp.30-31)
Lo fácil sale caro
Llegadas a este punto, no podemos obviar la pregunta de cómo el sistema tecnológico consigue atrapar tantas voluntades, tantas almas bienpensantes, amables y honestas. Y es al ensayar las primeras respuestas cuando identificamos un poderoso elemento, un elemento que se muestra bastante eficaz para lograr la captación de adeptos dóciles: el sistema tecnológico juega la carta de la culpa. En efecto, en unas comunidades occidentales con larga tradición cultural de condenar las faltas individuales y de ritualizar su redención, todo mensaje dirigido a enfatizar lo terrible de la culpa participa de la política tecnologizadora. La lógica es extraordinariamente simple: el sistema diseña, dispone los mecanismos que considera y que por ende son buenos por sí mismos y sobre el individuo; los presenta como accesibles y deseables para todo el mundo. Mientras va desplegando el entramado de mecanismos, va poniendo peajes a pagar por quienes quieran progresar en su circuito de ‘vida’. Lo cínico de esta lógica es que el progreso se apoya en incentivar el proceso de culpabilización del individuo, desplazando toda responsabilidad social, lo que da lugar a la individualización de los hechos sociales: si no encuentras trabajo es porque no te has formado suficientemente, si no progresas en tu trabajo es porque careces de una mínima ambición, si suspendes es porque no te has esforzado en estudiar,... En definitiva, es un discurso que da por hecho que el sistema nos ofrece todas las oportunidades para vivir dignamente y que es nuestro mal hacer y nuestro mal ser lo que las desperdicia. Uno de los peajes lo sintetizó diáfanamente Caterina Lloret :
Pertenecer a un grupo de edad significa tener que adecuarse a una normativa bastante precisa; en cada edad podemos o no podemos hacer, debemos (como si vivir fuera una deuda) hacer una serie de cosas y, sobre todo, hemos de tener muy en cuenta las posibles desviaciones respecto a los modelos socialmente sancionados. Vivir la edad conlleva así la preocupación de nuestra normalidad o desviación respecto a ella. (Lloret, 1997, p.13)
El peaje de ajustarse a lo que el grupo de edad estipula para quienes se encuentran en uno de ellos nos hace pensar que lo mismo que existe la razón de estado(Maquiavelo), también existe la razón del sistema. En él, día a día se suman más experiencias del mundo educativo–muchas ingenuamente- que supeditan el sentido de la educación a la razón del sistema.
Por lo demás, una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. (Nietzsche, 2009:117)
El sistema es en sí mismo conservador, para mantenerse debe deshacerse de los elementos que lo frenen y si debe soltar lastre lo suelta, de manera que va (im) poniendo peajes, así como penitencias con las que pagarlos. Por supuesto, lo sabemos sobradamente porque hemos crecido aprendiendo esta lección, que nos dicta que aquello liberador es pagar el peaje de cada paso vital, el peaje con intereses del siguiente peaje, siempre preparándose para superar el próximo. Y como si de un mantra se tratase, expresiones como “no me da la vida” las escuchamos cada vez más frecuentemente en voces de jóvenes estudiantes cuando quieren decirnos que no pueden con todo lo que deberían hacer, como si mientras están pagando el peaje de sus vidas no pudiesen vivir como quisieran.
La ordenación de la vida del sistema tecnológico se asemeja a lo que significa circular por una autopista: desplazarse unidireccionalmente, rápidamente, sin contacto con el resto de personas que viajan y sin poder desviar la vista para contemplar el paisaje que la rodea. El paisaje está, pero no podemos posar nuestra mirada en él. La vida que propone el sistema tecnológico consiste en seguir por la autopista, sin desvíos, sin encuentros azarosos, sin tiempo para pararse a pensar, sin otra perspectiva que la que te ofrece lo que viene de frente, sin áreas de descanso, sin otra naturaleza que las malas hierbas de los arcenes.
Sennett (2021) afirma que la manera de salirse de la autopista implica proponer y transitar por un sistema social distinto:
La astucia del neoliberalismo reside en hablar de libertades a la vez que manipula sistemas burocráticos cerrados en beneficio de los intereses privados de las élites. La manera de contrarrestar el sistema cerrado implica un tipo distinto de sistema social. (Sendra y Sennett, 2021, p.46)
Pero ¿cómo ensayar?, ¿cómo experimentar otras formas de relación con el acto de conocer sin sentir la culpa por no pagar peaje? Reducir la vida a transitar por la autopista es la amenaza vital, y cuando circulamos veloces por ella el cuerpo es caparazón, es una maquinaria que no participa del viaje, que no juega.
La educación debería resistir y recuperar el andar que explora senderos y márgenes; la educación debería recuperar la presencia, la sensibilidad, la imaginación y la inteligencia de los cuerpos; la educación debería tener memoria y compromiso con la vida; la educación debería ser amiga de los tiempos y de lo extraño. La educación debería impedir que lo fácil se apoderara de ella para seguir asumiendo los riesgos de la educación, eso es, educar. Puede que con esas indicaciones las políticas, las prácticas y los discursos ‘educativos’ dejaran de representar una amenaza vital.
REFERENCIAS
Augé, M. (2000). Los no lugares. Espacios del anonimato. Gedisa.
Bauman, Z. (2005). Ética posmoderna. Siglo XXI.
Benjamin, W. (2021). Calle de sentido único. Periférica.
Deligny, F. (2021). Cartas a un trabajador social. Cactus
Eco, U. (2018). Contra el fascismo. Lumen.
García Calvo, A. (1993). Análisis de la sociedad del Bienestar. Lecina.
Laurent, É. (2017). El reverso de la biopolítica. Grama Ediciones
Lloret, Caterina. (1997). Las otras edades o las edades del otro. En Imágenes del otro. (pp.11-21).Virus.
Martín Gaite, Carmen (2021). La búsqueda de interlocutor. Siruela.
Mèlich, J-C. (2021). La fragilidad del mundo. Tusquets.
Meirieu, P. (2001). Frankenstein Educador. Laertes.
Nietzsche, F. (2009). Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Tusquets.
Sendra, P. y Sennett, R. (2021). Diseñar el desorden. Alianza Editorial.
Wagenberg, J. (2015). El pensador intruso. Tusquets.
Wievorka, Michel (18 de mayo de 2019) El populismo, ¿y después? La Vanguardia
Zambrano, María (1986). Claros del bosque. Seix Barral.
Žižek, S. (2014). Acontecimiento. Sexto Piso.
[1] “¿ Qué haces, con tu vida y tu tiempo en estos momentos? / Tengo exámenes, dice. / Muy bien, dice ella. ¿Pero qué haces con tu vida y tu tiempo en estos momentos ?”. Smith, Ali (2020) Hivern. Barcelona: Raig Verd. (p. 152)
[2] “Parece que los lugares sólo son para pasar por ellos atareados, o para visitarlos de turista o para tomarnos fotos y subirlas a Instagram. Hay lugares ordinarios y grises como un rellano de escalera. Alguien, pero, puede dejar escrito en el rellano una frase, un pensamiento, una idea… entonces aquel rellano, si te paras y lees, se convierte en un lugar nuevo, en un lugar para pensar…. ¿Qué haríamos sin lugares para pensar? Seríamos sólo pasavolantes, turistas, instagramers …”. Joan Arumí es profesor del Departament de Activitat Física de la Facultat de Educació, Traducció, Esport i Psicologia de la Universitat de Vic. Envió su reflexión en un correo electrónico después de leer una cita literaria escrita en una de las paredes de la facultad.
[3] En el reciente libro de relatos de experiencias que ha escrito Ferran Castellarnau puede constatarse la recurrencia de estas prácticas sancionadoras hacia aquellos que incorporan el no hacer ‘nada’ en su práctica educativa. Si bien el autor se mueve en ámbitos de educación social, podemos encontrar realidades parecidas a las descritas en otros muchos ámbitos tanto de las vidas personales como profesionales. Castellarnau, Ferran (2020) Relats d’un educador social. Barcelona: Descontrol.
[4] Siempre, cuando la tentación de delegar está cerca, va bien recordar aquella pregunta incómoda que lanzaba la profesora Caterina Lloret : “Què , noi ? la vida te la fan o te la fas?” “¿Qué, chico? ¿la vida te la hacen o te la haces?”
[5] Isabel Díaz Ayuso dijo estas palabras durante la campaña electoral al gobierno de la Comunidad de Madrid de 2021. Ganó.