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vol 11 • 2011

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La/s mujer/es madrazas, abnegadas, entregadas, sacrificadas y sufridas. Mujeres completas. Mujeres profesionales

La/s mujer/es madrazas, abnegadas, entregadas, sacrificadas y sufridas. Mujeres completas. Mujeres profesionales

Hijas desde el primer día hay que sacarle los dientes a los hombres

Isabel López Górriz. Sevilla, 10 de mayo de 2008

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Homenaje a mi abuela

Carmen, te voy a contar un cuento: La abuela

Érase una vez una joven mujer que nació a finales del siglo XIX, en un pueblecito de una ciudad lejana.

Ella era la mayor, detrás de ella le seguía una hermana y dos hermanos. En aquella época, los niños apenas si iban al colegio, sólo muy pocos privilegiados. Ella al ser la mayor desde muy pequeña tenía que ir con su padre al campo a trabajar, ayudarle a su madre en la casa y cuidar a sus hermanos. Y así fue pasando su vida.

Un buen día creció y se convirtió en una bella joven de hermosos y abundantes cabellos, enamorando al que más tarde sería su marido.

Al matrimonio llevó sus bienes y sus tierras con las que pudieron darse vida la familia, pues su marido no aportó ningún bien al matrimonio. Ella, que había trabajado toda su vida en el campo, continuó haciéndolo hasta su muerte. Así pues, labraba, sembraba, escardaba, sulfataba, segaba, trillaba, aventaba, cargaba los sacos, los subía al granero, etc. etc. etc. Su marido, junto con ella, trabajaba la tierra. También tenían vacas, de cuyo cuidado se encargaban sus hijos por el día y ellos por la noche.

La mujer, era fuerte, trabajadora, abnegada, sacrificada. Nada le impedía ir a su trabajo diariamente, ni embarazos, ni partos, ni crianzas, ni enfermedades. Recién parida con el niño de días iba al campo a trabajar durante el día, y durante la noche, limpiaba la casa, amasaba, preparaba la comida, lavaba, cosía, etc. De tal manera, que apenas si dormía alguna hora, y a veces se quedaba en la silla, dormía un poco y ya se reponía. Aunque era delgada era una mujer fuerte, pues no sólo trabajaba mucho noche y día sin apenas descansar, sino que además comía muy poco, a veces con un casco de cebolla pasaba el día, y trabajando de lomo caliente.

Tuvo seis hijos, tres hijas y tres hijos. La mayor murió chiquitita. La segunda, a la que le dio un parálisis infantil estaba coja, pero fue un pilar fundamental para esta mujer mientras vivió, pues desde los cuatro años se quedaba en casa sola con los hermanos recién nacidos, para criarlos, hacer de comer, limpiar, comprar, barrer, fregar, lavar, ir por agua, coser, planchar, etc. Ésta murió de treinta y tres años de una neumonía. El tercero fue niño. Cuando nació, la mujer se disgustó con una cuñada y la teta se le puso mala, así fue que al darle el pecho al niño, éste se puso enfermo y le salieron ampollas en los pies, que le duraron toda su vida. A pesar de casi no poder andar y llevar los pies arrastras, lo llamaron a filas, tuvo que ir a la guerra civil y allí murió. El cuarto y sexto fueron niños, y la quinta fue niña. Todos ellos fueron criados por la primera.

El tiempo iba pasando y la mujer no paraba de trabajar. Además de mantener su casa ella mantenía y ayudaba a la familia de su hermana que tenía ocho hijos, además del matrimonio. Sus dos hermanos murieron jóvenes.

Esta buena mujer jamás paró de trabajar, y a pesar de ello, nunca se la reconoció como profesional, ni cobró la jubilación, pues en la sociedad de su época era normal trabajar así. Su vida no fue fácil, pues además de morírsele tres hijos, y enfrentar las diversas enfermedades que entraron en la casa, tenía que convivir con un hombre duro. Un educado hombre, con muy buena imagen hacia el exterior, pero un hombre con un genio feo, que sólo se quería a sí mismo, que se cuidaba mucho, que cuando había que ir al campo él iba montado en la burra y ella andando, y que además controlaba el dinero dándole a ella lo justo para comprar, siendo ella la dueña de las tierras y la que más trabajaba, porque eso sí, por las noches, él siempre descansaba en su cama, trabajando sólo por el día, mientras que ella lo hacía durante las veinticuatro horas del día.

Por otra parte, esta abnegada mujer, era compasiva con su duro marido, pues como él tenía dolencias en el estómago, ella procuraba comprarle cosas buenas para él, carne tierna, membrillo y otros manjares. Pero como no se atrevía a pedirle dinero al susodicho, vendía a escondidas, huevos o patatas, para sacar dinero y comprarle los manjares, cosa que su hija segunda denunciaba. Decía que era tonta de vender a escondidas esos productos para comprarle cosas a él, que le pidiera el dinero a su padre y que si no se lo daba que no le comprara gustosos manjares. Pero la mujer nunca lo entendió y siguió haciendo lo mismo durante toda su vida para cuidar a ese desagradecido marido.

Sin embargo, como la vida enseña muchas cosas, ella aprendió varias lecciones que fue transmitiendo a sus hijas, y la principal de todas ellas era: “hijas mías cuando os caséis con un hombre sacadle los dientes desde el primer día que yo no lo hice y ahora me arrepiento”. Esta lección la incorporó muy bien a su vida la única hija que se le casó, que fue la quinta, la cual a su vez les transmitió el mensaje a sus dos hijas, las cuales se aprendieron muy bien la lección de la abuela transmitida por la madre y la pusieron toda su vida en práctica. Así de generación en generación fueron aprendiendo e incorporando la gran lección de la experiencia de vida matrimonial que sacó la abuela.

La hija segunda, creció haciendo el rol de madre de sus hermanos, puesto que la madre siempre estaba trabajando. A ella la querían todos mucho y sobre todo su hermana con quién se volcó como si fuera su hija. Eran ellas dos solas de niñas, y se llevaban once años, por lo que cuando nació la hermanita, la mayor ya era una mujer. Ésta siempre mimó y protegió a su hermanita, dándole todo aquello que la hacía feliz, por lo que la pequeña, como los otros hermanos, se criaron con dos madres, la supermujer madre que todo lo hacía, y la madre tierna y joven que era quien siempre estaba en casa cada día.

Como la mujer, no se atrevía a rechistarle a su marido, aunque no estuviera de acuerdo con sus ideas o con algunas de sus decisiones y había optado por callarse, aguantarse y supeditarse al dictamen del señor, la hija creció tomando el ejemplo contrario de la madre. Ella sí que le cantaba la cartilla a su padre, al marido de la mujer. Ella le plantaba cara al padre, le decía las cosas con la claridad cristalina del agua, y aunque el padre se enfadara y le amenazara con pegarle ella lo desafiaba y conseguía sus reivindicaciones y propósitos.

Cuando le hablaba a su padre con toda la claridad, la madre temblaba, pues pensaba que su amenazante marido le iba a dar una buena zurra, o decirle algo fuerte. Sin embargo, la niña no le tenía miedo a su padre. No obstante, la madre la instaba a que se callara, e incluso le decía: “con el genio que tienes, si estuvieras casada tu marido no te aguantaría y te divorciarías”, a lo que ella contestaba que la tonta era ella por no decirle a su marido las cosas claras a la cara. Cuando la joven murió, el padre siempre dijo: “se ha muerto la que más valía”.

La mujer, aunque enormemente sufrida, tuvo momentos difíciles en su vida. Así cuando se llevaron a su hijo tercero a filas, el que arrastraba los pies, supo desde el primer día que era muerto, y muy pronto empezó a decirles a sus hijas, que se pusieran de luto, que su hermano había muerto. Nadie le había dicho nada, pero su corazón lo sabía, pues bastantes meses después un soldado amigo les llevaba la noticia de la muerte de su hijo. Había muerto en seguida, en el frente de Teruel, en el Seminario, en la guerra de los rojos y nacionales. Por esa época lo pasó muy mal, además de estar sintiendo la muerte de su hijo, ella que era incansable y siempre estuvo sana, cayó enferma con las fiebres maltas y pasó un tiempo en la cama.

Unos años después de guerra, la hija segunda cayo enferma con una neumonía. En aquella época no había penicilina, y después de un tiempo enferma murió. Durante su enfermedad, familiares y amigos la visitaban, pero sobre todo sus hermanos no se quitaban de la cama cuando volvían de trabajar, pues realmente había sido la persona que los había criado y era su segunda o primera madre. Y ella agradecía esta hermosa compañía.

Con su hermana se había volcado toda su vida como si fuera su niña, era feliz de verla contenta. Siguió todos y cada uno de los pasos de su vida desde que nació hasta que fue una hermosa jovencita. Así, la mandaba a la escuela, le dejaba salir un rato a jugar, le pedía que le ayudara a machacar las raíces para las vacas, a hacer cosas de la casa, etc. Y era enormemente feliz de tenerla a su lado. Cuando veía un vestido bonito, le decía a una amiga que tenía: “Bernarda, yo le compro la tela y tú le haces un vestido bonito como ése a mi hermanica”. Sólo quería lo mejor para ella. Cuando la pequeña tenía que salir al baile, y el padre no la dejaba si no iba con sus hermanos, ella salía con su amiga para acompañar a su hermana, y era inmensamente feliz de verla disfrutar de la vida y de verla bailar.

La hermana pequeña estaba ciega con la mayor, se desvivía por ella. La quería muchísimo, se sentía protegida y disfrutaba de la vida todo lo que su hermana no disfrutó. Por eso, cuando se puso enferma, no se quitaba de los pies de la cama de su hermana ni de noche ni de día, hasta que un día, rendida por el sueño, decidió acostarse y descansar. Sin embargo, la enferma le dijo: “Hermanica, no te vayas que sólo te quedan dos días de estar conmigo, quédate”. Este sorprendente y premonitorio ruego sobrecogió a la hermana y también a la familia, por lo que decidió acceder a su deseo. Y efectivamente, dos días después moría la enferma, partiendo de dolor el alma de sus familiares y amigos. Tenía treinta y tres años.

Todo el mundo lo sintió y lloró su muerte durante mucho tiempo, pero la que realmente no encontraba consuelo era la hermana pequeña, que con veintiuno/veintidós años, se quería morir e ir tras ella. Se sintió profundamente huérfana, diciéndole a su madre: “y ahora qué voy a hacer yo sola, yo estoy sola, etc.”. Ella decía estos y otros lamentos. Entretanto su madre le respondía: “chica, pero ¿es que nosotros no somos nadie? Somos tus padres y hermanos. Tú no estás sola.” Y ella respondía: “Y qué, pero estoy sola, no está mi hermana, estoy sola y ahora qué voy a hacer…”. Así, a través de estos lamentos y manifestaciones de dolor, la hermana pequeña no encontraba consuelo. No le veía sentido a su vida. No sabía qué hacer con su dolor. Cayó enferma con el estómago. Y a decir de ella, la muerte de su hermana se le llevó media vida. Desde esa pérdida nunca más fue la misma.

Sin embargo, su vida continuó, como continuó la de sus padres y la de sus otros dos hermanos, y un buen día, conoció a un joven con quien se casó y formó una hermosa familia de la que nacieron dos niñas, tan hermosas como dos lindas flores que colorearon la vida de esta mujer y la de su marido. También los hermanos formaron sus familias respectivas de las que nacieron varios niños y una niña. Sin embargo, antes de casarse, el hijo joven, que era el ojito derecho de la mujer, estuvo enfermo mucho tiempo. Su enfermedad la iba paliando la compañía de la nieta mayor de la hija, quien estaba todos los días jugando un rato con su tío en la cama. Era chiquitita de uno/dos añitos. Era una niña muy querida por todos y especialmente por él. Los cariños de la niña y los cuidados de la abuela lo fueron curando, y más tarde se casó.

Entretanto, la madre, la abuela de los niños/as, continuaba con su vida junto a su marido, envejeciendo, trabajando, arando y cultivando la tierra, buscando ayuda en los hijos y en algunos jornaleros para recoger la cosecha. Iban poco a poco envejeciendo, llevando el ritmo de trabajo de la vida diaria y disfrutando de sus nietos que los visitaban a menudo, alguno de ellos se quedó con ellos alguna temporada.

Un día, la fuerte, irrompible y eterna mujer se puso enferma, un pequeño infarto la retuvo unos días en la cama hasta que se recuperó. La cuidaba su hija esencialmente, se quedó allí una semana, sin ir a su casa ni ver a sus hijas, hasta que uno de sus primos la mandó a su casa y pidió que se ocuparan también las nueras. Y así fue como la hija pudo seguir con su vida normal, cuidando a la vez a su madre hasta que mejoró. Una vez repuesta la señora, continuó con su vida.

Sin embargo, su hermana, insistió que los hijos debían hacerse cargo del matrimonio, que eran mayores y que podían ponerse enfermos, como ya había ocurrido con la mujer. Después de varios meses de pensarlo, se decidieron a sacar a sus padres de casa y llevarlos a meses de casa en casa, en cada una de las casas de sus hijos. Y así fue como estuvieron el primer mes en casa del hijo mayor (el cuarto, los otros estaban muertos) y cuando pasó el segundo mes a casa de la hija, uno de los días cuando la nieta mayor le llevó el desayuno a la habitación, pues la abuela aún estaba en la cama, se encontró que la abuela no le podía hablar, que algo le pasaba. Llamó corriendo a su madre y ésta se fue a llamar al médico, mientras la niña llamaba al sacerdote para que le diera la extremaunción.

Y así fue como después de llegar el sacerdote murió. La abuela ya no había podido hablarle a la nieta. Otro infarto acabó con ella. La abuela era de una naturaleza muy fuerte, había trabajado mucho toda su vida, y comido muy poco. Cuando fue a meses lo poquito cuidada que estaba por los hijos, era demasiado para su naturaleza y le dio el segundo infarto y murió.

Los nietos la lloraron y también los hijos, familiares y amigos. Sin embargo, la hija no pudo nunca llorar. Estuvo enferma y a punto de irse detrás.

La mujer se marchó de este mundo con setenta y nueve años, había trabajado toda su vida, había sufrido muertes, enfermedades y otros problemas. Había aguantado sufridamente el carácter de su marido y había aprendido alguna que otra lección, que fueron guardando las mujeres de la familia de generación en generación: “hijas desde el primer día hay que sacarle a los hombres los dientes”. La hija aprendió la lección. Había visto a su hermana plantarle cara a su padre y valorar éste a aquélla como la mejor. Y sabía que la madre le daba una buena lección, que a ella le fue muy bien en su vida. Y así con su ejemplo y su palabra se la transmitió a sus hijas, quienes la pusieron en práctica.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.


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