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vol 10 • 2011

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Transformaciones sociales y dinámicas educativas

Transformaciones sociales y dinámicas educativas

Joan Subirats, Universitat Autònoma de Barcelona

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Introducción

¿Pueden asumir la escuela y sus profesionales el gran alud de demandas que se les dirigen desde la sociedad?. ¿Pueden hacerlo solos?. Hace tiempo que estas preguntas van dando vueltas y se van planteando de modo directa o indirecta en muchas de las reflexiones y de las desazones que rodean a nuestro entorno educativo. Estas páginas parten pues de un trabajo y de una convicción previa: entendíamos que existían muchos profesionales del mundo educativo que ya estaban trabajando desde perspectivas y prácticas de nuevo tipo para hacer frente a las nuevas demandas sociales, implicando e implicándose con otros profesionales, entidades e instituciones muy a menudo del mon local para encontrar respuestas y generar nuevas capacidades de servicio. En algunos trabajops previos [1], hemos podido contrastar estas intuiciones, recogiendo un gran número de experiencias que creemos significativas y que, por tanto, pensamos que pueden ser de ayuda para seguir luchando, cada cual desde su ámbito de actuación, por una sociedad más justa, integrada y solidaria.

En las paginas que siguen trataremos de resumir como el cambio social, económico y familiar al que hemos venido asistiendo con un ritmo frenético en estos últimos años ha afectado la tradicional relación sociedad-educación, y como ello está implicando procesos de modificación de los parámetros educativos en un contexto de crecientes desequilibrios sociales. Dedicaremos una especial atención a como ese conjunto de circunstancias afectan el ejercicio de la profesión de educador, y cuáles perspectivas se abren para dar respuesta a las nuevas demandas sociales.

1. Viejos y nuevos diálogos sociedad-escuela

La escuela no puede ser vista sólo como un lugar de encuentro entre actores individuales. Unos que buscan formación y otros que se han preparado para proveer conocimientos y pautas de aprendizaje. La escuela es también un espacio social y político. La sociedad pide que la escuela sea capaz de ir modificando sus pautas de funcionamiento para adaptarse a los cambios productivos, familiares, de diversidad cultural o de género, que se van produciendo, y las instituciones públicas definen sus políticas educativas en relación a estas demandas y prestando más o menos atención a las voces del propio sector educativo. De la mejor o peor sintonía entre este conjunto de variables, acabará dependiendo que la escuela cumpla con mejor o peor fortuna lo que la sociedad espera de ella. Y de ello dependerá también que los profesionales que trabajan en la escuela se sientan mejor o peor reconocidos y “retribuidos” por el trabajo que desarrollan.

Ha ido apareciendo a lo largo de estos últimos años, una abundante literatura que entiende que las funciones tradicionales asignadas al sistema educativo se ven ahora cuestionadas por las transformaciones económicas, sociales y culturales de las sociedades post-industriales. El sistema educativo de las sociedades occidentales contemporáneas se basaba en una serie de parámetros que han ido viéndose significativamente modificados. La globalización económica ha puesto claramente en cuestión la capacidad y el poder de control de las naciones-estado. La burocratización y segmentación profesional que propició un desarrollo industrial eficiente (fordismo) y servicios públicos (funcionarios) para las grandes masas de población a lo largo del siglo XX, se han ido considerando más y más como maneras de hacer obsoletas e ineficientes. Y al mismo tiempo, está cada vez más cuestionada la idea que existe una base cultural común y uniformizadora, que fundamenta nuestra solidaridad y cohesión social, y se reclama más y mejor respeto para con las diversidades culturales, religiosas o sexuales. La educación, entendida como un derecho colectivo que tiene que ser satisfecho por la intervención de los poderes públicos, se considera que jugó un papel central en el bienestar económico y social de los países occidentales, y en el largo periodo de crecimiento estable de que gozaron. Las sociedades buscaban prosperidad, y exigían de los poderes públicos que garantizasen la seguridad para que el crecimiento fuese posible y exigían también oportunidades para todo el mundo, en materia educativa, sanitaria o de movilidad laboral.

En un sistema de economía de mercado, en el que las desigualdades (de renta y de estatus) se entienden como naturales, la existencia de mecanismos que garantizasen cohesión y compensación, parecían imprescindibles. Y un sistema educativo universal jugaba un papel central en ello. Por otra parte, la existencia de grande parcelas de ocupación (vinculadas a la función pública) donde el acceso se basaba en los méritos, y la garantía de un amplio acceso al sistema educativo, eran garantías contra las desigualdades basadas en el origen familiar. La igualdad de oportunidades y la idea de la existencia de criterios “objetivos” para la promoción social, aspectos en los que la educación jugaba un papel esencial, han fundamentado buena parte de la credibilidad y legitimidad del sistema de economía de mercado en la fase de crecimiento sostenido que los países occidentales han mantenido en la mayor parte de los últimos 50 años del siglo XX.

Las sucesivas crisis de los años 70 y 80 provocaron reacciones de todo tipo que afectaron también a las concepciones educativas predominantes. Una de las ideas centrales fue que el nivel de intervención de los poderes públicos había ido demasiado lejos, y que las formas de gestión vinculadas a las grandes burocracias públicas eran claramente ineficientes. El mercado, y las dinámicas de competición que le son propias, reaparecía como gran mecanismo eficiente de asignación de recursos y de provisión de servicios. La combinación entre creciente competitividad provocada por la globalización económica, y los grandes cambios tecnológicos, la volatilidad económica y la tendencia generalizada a la reducción de costes, han transformado de modo enormemente significativo el escenario económico y social del cambio de siglo. Y no es menos cierto que estos grandes cambios han generado dinámicas, desconocidas en los países occidentales europeos desde el final de la segunda gran guerra, con inseguridad laboral vinculada a los procesos de desestructuración y restructuración industrial, de deslocalización de inversiones y de precarización de los vínculos contractuales. Las familias, como tantos otros actores y ámbitos sociales, han sufrido gravemente estas consecuencias. Y, evidentemente, el sistema educativo en su conjunto no ha quedado al margen de estos grandes cambios. A pesar de que, contradictoriamente si se quiere, han ido creciendo mientras los conflictos sobre la financiación, el control y la organización de la educación en cada país, parece haber un nuevo e internacional consenso que concede a la educación una importancia decisiva en la prosperidad futura de las personas y de las naciones.

2. Un nuevo y complicado consenso: educación y economía global

Así, mientras que el sistema educativo surgido del consenso socialdemócrata-democristiano de la segunda posguerra se fue plasmando como uno de los elementos causantes de la falta de capacidad de crecimiento económico y de la burocratización general a partir de la crisis de los 70s, nunca se llegó a cuestionar la capacidad de la educación de transformar y formar las élites necesarias para los nuevos tiempos. Al contrario, parece haber un nuevo consenso en el que coinciden fuerzas de derecha e izquierda de todo el espectro político: la educación es un elemento clave para la futura prosperidad económica [2]. De alguna manera se admite que si bien la capacidad de los gobiernos de los estados-nación para determinar la dinámica económica se cada vez más pequeña, debido a la caída de las fronteras económicas y financieras, en el caso de la educación y de la formación laboral, la capacidad de influencia de los gobiernos es aún muy significativa. Lo que pasa es que a partir de ahora la eficacia y eficiencia de cada sistema educativo habrá que juzgarlas desde indicadores o estandards internacionalmente aceptados, y no sólo desde parámetros nacional-estatales. Son muchos los líderes políticos en el mundo entero que han expresado públicamente la prioridad que tenía para ellos la educación en el nuevo contexto. Valga como ejemplo un conocido discurso de Bill Clinton el año 1992 en una escuela del este de Los Angeles:

“El factor clave para la fuerza económica de los Estados Unidos es el crecimiento de la productividad…En los 90's y más adelante, la expansión universal de la educación, de los ordenadores y de las comunicaciones a alta velocidad implica que lo que seamos capaces de ganar dependerá de lo que seamos capaces de aprender y de la capacidad de aplicar este conocimiento a nuestros puestos de trabajo. Es debido a estos factores que se explica que una persona con estudios de tercer ciclo gane en el primer año de trabajo uno 70% más que un licenciado. Y es por ello que los ingresos de los jóvenes trabajadores que no han acabado su educación obligatoria o que han acabado pero no han tenido aprendizajes complementarios, ha caído más de un 20% en los últimos 10 años”

Y lo cierto es que en los últimos diez años se ha producido un importante crecimiento de estudiantes universitarios en países, como Reino Unido, que habían ido quedando atrás en este aspecto, y en general podemos decir que los incrementos en los segmentos de educación pos obligatoria han sido muy significativos en todas partes. Y así se va consolidando la idea que educación y trabajo deberán estar cada vez más vinculados, planteando la subordinación de los aspectos educativos (formativos, vocacionales, …) a la estricta utilidad económica. Se señala que la “terciarización” económica genera una demanda más clara de habilidades y conocimientos que sólo un incremento en la carga educativa puede conseguir, pero, por otra parte, nada hace suponer que este aumento generalizado de los niveles educativos acabe generando más seguridad laboral. De hecho, cada vez se puede hablar menos de que exista una clara correlación entre nivel de estudios y estabilidad y progreso en el puesto de trabajo. Podríamos decir que cada vez hay menos gente segura y estable en el mercado de trabajo, sea cual sea su nivel de estudios o el tipo de trabajo que desarrolla [3]. Al lado del procesos de reconversión industrial que han afectado muchos de los segmentos clásicos de trabajadores de “cuello azul”, cada vez son más frecuentes los impactos de los procesos de eingenieria organizacional que afectan fuertemente también a los “cuellos blancos”. De algún modo podríamos afirmar que los grandes impactos de la globalización económica y del cambio tecnológico provocan, al mismo tiempo, en relación al mercado de trabajo, tendencias al aumento de las habilidades, tendencias al cambio de habilidades, y tendencias incluso a reducir la necesidad de habilidades (en el caso del “trabajos basura”).

No podemos caer tampoco en la trampa, de relacionar directamente el nivel de titulación con la productividad laboral o la estabilidad en el puesto de trabajo [4]. Como es bien sabido, las titulaciones son recursos de posición en la estructura social y en el mercado laboral, que pretenden facilitar y reducir la complejidad en los procesos de selección de personal. Si se va produciendo una gran extensión de estas credenciales en la sociedad, su valor posicional se reduce, y por tanto la tendencia es a diversificar las titulaciones para diferenciarlas y en aumentar la escala disponible para seguir contando con el valor que supone el tener una titulación poco común. En estos últimos años, la expansión educativa ha provocado un gran aumento e inflación de las titulaciones en el mercado, y por tanto cada vez resulta más difícil establecer una relación causa-efecto entre nivel de estudios y la posición o estabilidad en el mercado de trabajo, ya que en el fondo, en éstos temas acaban interviniendo otros factores que mediatizan esta relación [5] (por ejemplo, éste podría ser el motivo por el que son más estables y valoradas las titulaciones de técnicos de ciclos formativos superiores, que muchas de las diplomaturas o licenciaturas).

Pese a todo, la demanda por titulaciones ha crecido, y se puede entender como una manifestación de las presiones de las clases medias para asegurar un mejor futuro por sus hijos, en momentos de incertidumbre laboral y cuando se han roto las clásicas y funcionales relaciones entre años de estudio y posición en el mercado de trabajo. La expansión de estudios superiores así lo indica, y puede ir provocando, como ya sucede, problemas de sobretitulación y de frustración de sectores significativos de la población laboral.

3. La naturaleza cambiante de los conocimientos

De hecho, entre las muchas certezas que han ido erosionándose, encontramos la del propio concepto de habilidad o de recurso formativo necesario para moverse por la vida. Es curioso, por ejemplo, que en las ofertas de trabajo se acostumbre a poner más el acento en los elementos de empatía, de sociabilidad, de capacidad de trabajo en equipo y en la capacidad de adaptarse a entornos rápidamente cambiantes, que no en el rango conseguido de conocimientos o de destreza técnica. Y es precisamente a partir de estos elementos cuando la distancia entre aquello que valora y busca el mercado y los que contratan y aquello que las instituciones educativas aparentemente parecen generar, crece hasta convertirse en el paradigma de las ineficiencias del sistema educativo.

Cuando más aumenta la idea que la eficiencia organizacional depende de la capacidad de relación y de comunicación interpersonal, de las habilidades negociadoras y de trabajar en grupo, más parece que el sistema educativo se refugia en la vieja certeza burocrática de conocimientos que interesan muchas veces más a los profesores que a la sociedad y a los alumnos. Por mucho que crezca el número de gente con titulación, los que contratan siguen pensando que éstas acreditaciones no les dicen mucho sobre las capacidades reales de los aspirantes a trabajar en su organización, sobre sus habilidades sociales y de valía personal. Por ello, seguramente se va dando un alejamiento significativo entre la clasificación y la matriz de conocimientos, habilidades y prácticas que se usan en el sistema educativo y la que tienen en cuenta buena parte de los empleadores mejor situados en un mercado inseguro y volátil [6]. La dinámica de calificación individualizada, y la dificultad en establecer parámetros de éxito y de medición de elementos más propios de la sociabilidad y trabajo en equipo deberían asimismo tenerse en cuenta. Curiosamente, estos elementos de sociabilidad, empatía y “conocimientos débiles” acostumbran a ir ligados a las versiones más actuales de la educación compensatoria, y se usan para tratar de “salvar” a aquéllos que no parecen disponer de unas capacidades que para muchos hijos de las clases medias son percibidas como “naturales” y procedentes de su educación informal y familiar.

Es preciso asimismo considerar las importantes consecuencias que ha ido teniendo la creciente presencia de la mujer en todos los niveles del sistema educativo y en el mercado de trabajo. La clásica distinción entre el hombre como aquél que “gana el pan” y la mujer que “tiene cuidado” del marido y de la familia, distinción que provocaba significativas diferencias en los itinerarios formativos de unos y otros, ha ido perdiendo sentido. Hoy en día las distinciones en los curricula por razones de sexo tiende a desaparecer, a pesar de que siguen existiendo evidencias de que serán precisos aún unos años para conseguir que chicos y chicas acaben con los mismos perfiles académicos. En los últimos años, no obstante, lo que encontramos más bien es una creciente preocupación por las capacidades de socialización de los chicos. La vieja conexión entre puestos de trabajo en la industria que requerían roles “masculinos” potentes y chicos que dejaban rápidamente sus estudios para cubrirlos, no funciona ahora en una fase de terciarización evidente de la estructura laboral. Sin calificaciones formales, los puestos de trabajo que acaban quedando son, por ejemplo, los de guarda de seguridad, servir en un fast food o mozo de almacén, en un ir y venir constante de las listas de parados. Los cambios en la estructura ocupacional (más servicios, donde las “virtudes” femeninas y su capacidad de trabajo en equipo, parecen funcionar más fácilmente) y la significativa eficiencia competitiva de las chicas en el propio sistema educativo, pueden provocar problemas en las identidades masculinas, en su socialización y en las consecuencias de todo ello en el ámbito social. Eso no quiere decir que las mujeres vean rápidamente alterada su evidente peor consideración en el mercado de trabajo en términos de salario y estatus, sino que muchas veces quiere decir que las organizaciones tienden a aprovechar instrumentalmente mejor sus habilidades y capacidades.

En los últimos veinte años se ha podido ir constatando que las estructuras familiares se han hecho más inestables y, como ya hemos ido diciendo, el trabajo se ha convertido asimismo en más inseguro. Por tanto, dos de los clásicos instrumentos de socialización y control se han debilitado significativamente. Mientras que en cambio, por lo que respecta a la educación, hemos visto como su rol se hacía más intensivo y extensivo. La educación ha ido extendiendo su influencia y presencia de una inicial concentración en un espacio (la escuela) y un momento temporal mucho específico (los primeros años de vida), hacia todos los rincones de la actividad social y hacia todas las fases de la trayectoria vital. Se ha ido pasando de la formación inicial y concreta para el acceso a un trabajo, a la formación entendida como palanca permanente de empleabilidad a lo largo de toda la vida. Este cambio no ha podido dejar de afectar las expectativas de la gente en relación al sistema educativo. Si primero se buscaba esencialmente la adquisición de conocimientos como valor de cambio, ahora se busca también una especie de curriculum menos explícito, en el que el sistema educativo debe ser capaz de formar gente que esté siempre preparada para el cambio, para gestionar de modo eficiente su trayectoria vital, y que refuerce su capacidad emprendedora. En definitiva, que sea capaz de actualizar sus conocimientos a partir de las múltiples fuentes de información que la sociedad le ofrece y que tenga la iniciativa personal para hacerlo.

La educación ha visto pues extender su influencia mucho más allá de lo que era habitual, pero eso implica, por una parte el emprender el camino hacia eso que se ha ido llamando la “sociedad del conocimiento”, en la que todos los aspectos vitales y las actividades sociales tienen componentes formativos y acaban generando conocimiento (con las consecuencias que eso tiene en el generar la sensación de que cualquier aspecto vital puede ser objeto de aprendizaje formal y de superación de previas incompetencias). Y por otra parte, la idea que toda carencia personal o social acaba teniendo alguna conexión u otra con una real o potencial actividad formativa, genera la sensación que todo acaba siendo “culpa” de la educación. Una educación , que acaba así convirtiéndose en una gran contenedor en el que proyectar o verter todo cuanto no acaba de funcionar. Pero, ¿puede la escuela llevar a cabo toda esa labor en solitario? [7].

4. La educación como espacio de conflicto en un marco de transformaciones sociales

Este conjunto de cambios no se producen de modo “neutral”. En medio de este conjunto de transformaciones encontramos intereses en competencia, encontramos valores diferentes, y también encontramos relaciones de poder que aceptan de mejor o peor manera las consecuencias de todo ello. No se nos escapa que en el momento de decidir cómo financiamos el sistema, como evaluamos los conocimientos, como fijamos los curricula, como gestionamos las escuelas, como seleccionamos qué alumnos para qué estudios o como formamos y seleccionamos a los maestros, seguro que en todos esos temas acabaremos encontrando más conflicto que consenso. Y eso no es nuevo. La educación ha sido siempre un espacio de selección y de socialización [8]. Decidir o condicionar quién va a la escuela y en qué condiciones, han sido siempre temas conectados con los debates de la justicia social y con la competencia por el estatus. La idea de la sociedad meritocrática se fundamenta en la concepción que es preciso dar a todos las mismas oportunidades a pesar de que el resultado final sea desigual. De este modo se legitimarían las desigualdades tanto en la escala social como en la ocupacional. Y, por otra parte, muchas veces se tiende a ver el sistema educativo como un lugar en el que las familias “compran”, mediante las credenciales que te dan, acceso a ingresos, estatus y buenos puestos de trabajo para sus hijos e hijas. Y, seguramente es así, al menos por lo que respecta a las titulaciones relativas a la etapa secundaria. No podemos pues decir que el sistema educativo haya dejado de ser, pese a todos estos cambios, un lugar de conflicto entre la selección social por origen familiar y la selección social por adquisición de méritos [9].

Por otra parte, desde los tiempos de la Ilustración, la educación se ha visto también conectada al progreso humano, y a su emancipación. Podríamos decir pues que educación y democracia han estado siempre conectadas. Y es a través del sistema democrático que se ha ido definiendo lo que se entendía como conocimiento legítimo y se ha ido también excluyendo ciertos conocimientos y maneras de ver el mundo del sistema educativo considerado oficial [10]. A lo largo de los siglos XIX y XX, el debate sobre el conocimiento propio de las escuelas estaba dominado por el conflicto de clases propio de la sociedad industrial. Más recientemente, con la reemergencia del debate sobre los temas de género, y sobre la diversidad cultural, este debate ha trascendido a otros ámbitos. Del mismo modo, mientras que antes se discutía mucho sobre acceso, selección e igualdad de oportunidades, ahora el debate sobre el tipo de conocimiento o sobre las políticas de la diversidad se han ido situando en posiciones más centrales, generando también nuevos conflictos.

La reivindicación de las diferencias, parte de la idea que la cultura dominante no es neutral desde el punto de vista de género, de raza o de las creencias. No existe sólo opresión derivada de una estructura desigual de oportunidades vitales, sino también en términos de la cultura del de día en día, incluida la propia experiencia educativa. La forma en que cada cual va construyendo su propia personalidad (y como de hecho se va construyendo también la sociedad) tiene que ver con imaginarios, con signos, con la manera de usar el lenguaje, que va decantando aquello visto como más positivo y como más negativo. Lo que se entiende como razonable, justo o verdadero en cada momento no puede desvincularse de las estructuras de poder en cada caso. Se critica la pretendida objetividad del conocimiento científico y se cuestionan así buena parte de las bases educativas que hoy consideramos habituales. El conocimiento tendría más que ver con la dialéctica entre grupos y poderes, que con la investigación de la verdad. Es evidente que el relativismo generalizado de esta perspectiva, genera problemas cuando se trata de construir conocimiento, pero es preciso recordar que este movimiento intelectual ha conseguido que se vean de modo más claro las conexiones y las complejas relaciones entre clase, género y raza en los procesos que son necesarios para ir repensando los itinerarios formativos.

En los últimos años observamos también un nuevo eje de conflicto, derivado de la creciente voluntad de exclusión dentro de los ámbitos educativos, ejercida por parte del sector dominante de clases medias urbanas, que consideran estos ámbitos educativos como propios. Ya hemos comentado como ha aumentado la sensación de incertidumbre y de inseguridad tanto personal como social, a partir de los procesos de reestructuración económica, de estancamiento o crisis de las posiciones burocráticas tradicionales y de los riesgos de movilidad descendente que aparecen de modo clara en una situación económica cada vez más volátil, dentro de un contexto globalizado e inestable. Este conjunto de factores ha ido generando posiciones más cerradas de las clases medias y las clases emergentes, que tratan de defender y proteger las ventajas adquiridas. Eso ha provocado reacciones por parte de este sector social en contra la presión fiscal, entendiendo que son los que soportan mayoritariamente el gasto público que después acaba sirviendo para mantener y ofrecer ciertas cuotas de bienestar a “quién menos se lo merece”. En el campo educativo, este conjunto de incertidumbres, comporta que se plantee de modo más cruda la competencia para mantener el estatus mediante la adquisición de credenciales formativas. Lo que implica más presión para escoger el lugar al que llevar a los hijos e hijas, dejando muchas veces en segundo lugar la idea de la igualdad de oportunidades para todos. En muchos países eso ha comportado que la tesitura se plantee de la siguiente manera: o bien se nos asegura nuestro derecho a escoger lo que creemos mejor para nuestros hijos e hijas dentro del sistema educativo público, o abandonaremos ese sistema, y entonces el sistema público quedará únicamente como el refugio para los que carecen de otra opción.

5. Modificando los parámetros educativos

Después de todo cuanto llevamos dicho, no puede resultar extraño el que afirmemos que estamos en pleno proceso de reestructuración educativa [11]. Es un proceso que podríamos considerar general, como general es el proceso de reestructuración económica, social y familiar de los últimos 20 años. Pero, también es evidente que las dimensiones de esta reestructuración pueden variar mucho de país a país. En el caso de los países occidentales algunas pautas resultan bastante similares: el crecimiento muy significativo del conjunto de población que sigue los estudios de grado superior en especial, y de los estudios posobligatorios en general; el énfasis en la idea de la formación continua a lo largo de la vida; los intentos de difuminar las fronteras entre educación formal y educación vocacional o informal; la tendencia general a la descentralización educativa; y los crecientes problemas de financiación de la enseñanza.

Por otra parte, y desde una perspectiva más ideológica, la influencia del pensamiento neoconservador [12] en estos últimos años, también en el campo educativo, ha sido muy significativa. Con el peligro de simplificar, podríamos decir que el énfasis en la libertad individual, en las virtudes del libre mercado, y en las responsabilidades de los poderes públicos para mantener orden moral y paz social, son elementos significativos de esta tendencia. Y estos elementos resultaron muy útiles, instrumentalmente hablando, en relación a los nuevos escenarios económicos de competición global. En el marco de las políticas sociales, los neoconservadores consideran que el exceso de intervencionismo estatal ha ido provocando dos fenómenos simultáneos: las reticencias a ser emprendedor y en invertir por parte de los que disponen de recursos, por miedo a las altas tasas fiscales que disuaden a la hora de emprender nuevas aventuras, y, en el otro extremo, la creciente dependencia de los que disponen de menos recursos y que precisan disponer continuamente de la ayuda de los poderes públicos. De algún modo se está diciendo que los poderes públicos fueron asumiendo la idea que podían compensar los fracasos individuales, cuando eso, a la larga, sólo ha provocado más problemas y más dependencias. Desde esta perspectiva neoconservadora, las políticas “macro” que habían caracterizado las formas de intervención estatal desde finales de la segunda guerra mundial, tendrían que dejarse de aplicar y tender a buscar instrumentos de incentivación de la competición más “micro”, en un marco menos regulado y menos intervenido.

Los temas de motivación individual, de cambio microeconómico, las virtudes de la competición y la contención fiscal, son todos ellos elementos que influyen en la forma de hacer frente a la restructuración educativa de los 90 y de comienzo del presente siglo. Podemos mencionar diversos elementos que representan este cambio de tendencia en el campo educativo. Por ejemplo, la idea que si introduces la competición en el “mercado educativo”, eso acabará por sí solo generando cambios que mejorarán la eficacia y eficiencia del sistema. Los que no consigan atraer “clientes” se verán poco a poco castigados y quedarán fuera del mercado. También existe la idea que las escuelas pueden competir entre ellas, al margen de sus condiciones de trabajo o al margen del entorno en el que se mueven [13]. Ésa es una idea fuerza atractiva para los reformadores, ya que implica que se puede conseguir aumentar los niveles educativos mediante cambios en la gestión educativa y en la manera de enseñar. Según ese criterio, el éxito y fracaso de las escuelas dependerá pues de la forma en que estas escuelas se gestionan y del nivel y de la forma de trabajar de sus maestros.

En este sentido, se defiende que las escuelas, si lo hacen bien y tienen el liderazgo adecuado, pueden llegar a compensar las desigualdades que la sociedad ha ido generando. La pobreza del entorno o la falta de apoyo familiar, no serían pues relevantes a efectos de resultados finales, y sólo servirían para esconder las responsabilidades de los que no hacen el trabajo bien hecho. También se mantiene la idea que todo ello puede acabar funcionando mejor si se deja que los padres escojan escuela, ya que eso genera incentivos a todas bandas por la mejora del sistema. Las escuelas, porque querrán atraer a los mejores estudiantes. Los padres y los estudiantes, porque querrán entrar y permanecer en aquellas escuelas que funcionen. Pero en la práctica, se ha ido demostrando que todo ello no es tan sencillo, porque aparecen efectos no tan positivos, tanto en el sistema de igualdad de oportunidades y en el funcionamiento democrático del sistema, como en la manera en que se reestructura la propia profesión de educadores.

Diversos estudios han demostrado que no se puede hablar en general de “padres”. Los padres y madres parten de niveles de información diferentes, y también llegan a las escuelas con necesidades que no son idénticas [14]. Y eso aún es más evidente si entendemos que muchas veces, no son los padres los que eligen escuela, si no la escuela que acaba eligiendo a los alumnos que prefiere. Una de las mayores falacias en la tendencia a situar la educación en un régimen de mercado y de competencia, es creer que las escuelas pueden llegar a un nivel similar de rendimiento, y por tanto, competir entre ellas de modo satisfactorio, al margen de los alumnos que acaban aceptando. Curiosamente, las investigaciones y estudios realizados han tendido a demostrar que las escuelas que presentan una buena mezcla de alumnos procedentes de diferentes niveles sociales, acaban obteniendo mejores resultados globales [15]. Por tanto, si se aplican criterios de competencia entre escuelas, sin tener en cuenta otros elementos, el resultado será una clara polarización social y escolar, y una tendencia a criterios de “selección adversa” por parte de las escuelas que tienen la capacidad de elegir los alumnos que quieren. Y, al final, alterando el principio de igualdad de oportunidades, tendremos estructuras sociales descompensadas y con significativos niveles de exclusión más o menos enquistados.

Pese a todo, tenemos que recordar que otro de los elementos característicos de los neoconservadores, es la idea que la igualdad de oportunidades se consigue insistiendo en la igualdad formal de acceso, y que por tanto, no tiene nada que ver con los resultados finales. El que una persona acabe aprovechando más o menos esas oportunidades que se le dan, dependerá de sus capacidades individuales, y por tanto uno será “ganador” o “perdedor”, dependiendo de sus habilidades, y sin que se puedan pedir mecanismos compensatorios por parte de los poderes públicos que ya han hecho lo debido asegurando el acceso al sistema. Desde esta perspectiva, lo que es preciso asegurar es que los alumnos entiendan que su éxito o fracaso futuro, depende de su esfuerzo y de su capacidad en aprovechar los recursos que la sociedad les ofrece. Si son capaces de rentabilizar esta inversión social, y consiguen forjar una capacidad emprendedora y una fuerte iniciativa individual, todo les será posible, si no es así, dejarán de tener acceso a los mejores lugares sociales. La mercantilización educativa acaba así materializándose en el sistema y en la propia concepción educativa.

6. Los impactos de todo ello en la función educativa

¿Como ha afectado todo este conjunto de cambios y nuevas tendencias en el ejercicio de la función educativa?. Como han resultado afectados los profesores?. La voluntad de introducir la lógica de mercado en el funcionamiento del sistema educativo comporta la voluntad de generar nuevos mecanismos de control, de incentivos y de medida de rendimiento y de eficiencia que no habían estado presentes de modo muy claro en un perfil profesional muy vinculado a aspectos vocacionales, de especialización en los conocimientos, y de capacidad de transmisión y de formación personal [16]. No resulta fácil aplicar sin mas matices la lógica de mercado en el campo de los profesionales de la educación [17]. Los buenos o malos resultados de un alumno no son fácilmente atribuibles a un profesor en particular, y tampoco no pueden reducirse a lo que se ha hecho en un curso específico. Pero, pese a ello, muchos veces se han querido atribuir las dificultades en aplicar la lógica del mercado y de la competición en el sistema educativo a la resistencia de los propios profesionales, que tratarían así de proteger sus aparentes privilegios.

La idea sería que, en un mercado muy regulado, en el que los alumnos son atribuidos a cada escuela aplicando criterios territoriales, los profesores tendrían pocos incentivos a la innovación y al cambio hacia la eficiencia, ya que sea cual sea su rendimiento final tienen asegurado su puesto de trabajo y un porcentaje fijo de alumnos “cautivos”. A partir de esta concepción, lo que se propone, como ya hemos ido comentando, es romper esta lógica burocrática, utilizando dos mecanismos: introduciendo competencia y descentralizando el sistema. En el primer caso se trata de que una mayor capacidad de decisión de los padres en la elección de escuela acabe generando señales e incentivos de cambio. Por lo que respecta a la descentralización, se apunta a dar más margen de maniobra a las propias unidades escolares, para que con más capacidad de gestión, contando con su propia iniciativa y desde más cerca, puedan asegurar un rendimiento más eficiente [18].

De hecho, con esa línea de aproximación al problema se pretendía romper con una lógica muy presente desde los años 70 en la que los procesos de cambio y de reforma procedían de la “dirección” del sistema e iban descendiendo hasta llegar al nivel de los profesionales. Este mecanismo aparentemente muy burocrático y jerárquico de cambios en el sistema educativo dejaba, de hecho, un amplio margen de maniobra en la fase de implementación de las directrices superiores a los propios profesionales. Podríamos afirmar que se hacía compatible una alta centralización en la definición de los problemas y en los aspectos sustantivos de la política educativa con una gran libertad de maniobra también en los aspectos operativos y de funcionamiento real de cada centro, donde los profesionales iban relevándose en las funciones directivas sin demasiadas interferencias exteriores. La combinación de mecanismos de mercado en la asignación de los recursos (partiendo del éxito de cada escuela a la hora de conseguir alumnos), con la aparente mayor libertad de los centros, pero con un fuerte reforzamiento de los mecanismos de evaluación y control central sobre resultados, implicaba de hecho un fuerte ataque a las posiciones de los profesionales en el sistema. Desde las posiciones más neoconservadoras se entendía que los profesores habían sido los grandes privilegiados del sistema, y los que más se habían aprovechado del aumento constante de recursos hacia la educación a lo largo de la segunda parte del siglo XX. Vivían en un marco muy reglamentado y protegido por los sindicatos, en el que ni recibían ningún tipo de incentivo cuando hacían bien las cosas, ni se sentían amenazados con perder el puesto de trabajo cuando la cosa no funcionaba.

El problema es que la estructura social cuenta a la hora de usar los mecanismos de mercado, y la gente no llega con igualdad de condiciones en el momento de usar la información y de jugar sus opciones, y por tanto en la práctica estos mecanismos de mercado lo que provocan es un aumento de las desigualdades [19]. Por otra parte, esta visión mercantil de la profesión, lleva a creer que introduciendo incentivos estrictamente económicos, pero reduciendo la autonomía de funcionamiento, puedes acabar obteniendo mejores resultados globales. Eso, de hecho, es una clara simplificación del complejo mundo de los ideales y motivaciones de los profesionales a la hora de hacer su trabajo. Y, como ha pasado en algunos países, si acabas poniendo el acento sólo en los incentivos económicos y en la valoración por la eficiencia, te encontrarás que vas desprofesionalizando el sistema, perdiendo al final más valor de lo que querías conseguir, ya que, en el fondo, uno de los mejores sistemas de control y valoración es el que surge de los propios colegas.

Por otra parte, la propia descentralización del sistema puede acabar convirtiéndose en una forma de reducir las responsabilidades de la administración sobre el funcionamiento del sistema, trasladando el peso a los profesionales y a los padres, pero sin que ello implique reducir el poder real de la administración sobre el conjunto de este sistema.

En los últimos tiempos se ha hablado mucho del concepto de comunidad y de proximidad territorial y social como una manera de buscar alternativas a la bipolarización burocracia-mercado. De este modo se busca mejorar la respuesta a la demanda de un mayor capacidad de reconocimiento de la diversidad social y cultural que se expresa en cada realidad local, y reforzar los vínculos y las implicaciones de esta comunidad territorial en la buena marcha de las instituciones educativas. Por otra parte, el paso hacia unas exigencias educativas que buscan educar en la flexibilidad y en la adaptación no pueden seguir los criterios rutinarios que se podían seguir en otras épocas cuando se quería formar segmentos sociales de modo relativamente estable y homogénea. Se requieren profesionales altamente calificados y motivados, y capaces de trabajar en contextos diversos y heterogéneos, y por tanto los elementos de proximidad resultan importantes. Estos elementos positivos no pueden sin embargo, hacernos olvidar los peligros que una descentralización sin matices pueda tener en el funcionamiento global del sistema y en las desigualdades que genera la propia diversidad territorial en términos de bienestar, de nivel cultural o de tejido social.

En el fondo, será necesario ver si este conjunto de tendencias y de cambios son sólo fruto de la ola neoconservadora de estos últimos años o representan un cambio más profundo, menos coyuntural en las relaciones entre sociedad civil y educación. Más bien nos inclinamos a pensar que la ofensiva de la derecha ha aprovechado elementos necesarios de cambio, desajustes del sistema, quejas legítimas de los profesionales, para sacar adelante una manera propia y muy sesgada de encarar las transformaciones en el campo educativo. Pero, al margen de la retórica neoconservadora, algunos elementos de fondo se han movido (como ya hemos dicho a lo largo de esta introducción) en relación al papel de la educación.

La educación en esta sociedad tendrá que ser entendida cada vez más como un tema que requiere la colaboración de muchos actores e instancias sociales. Como un tema que no puede quedar circunscrito a las estrecheces de una concepción sólo vinculada a la trasmisión de conocimientos. Como un tema que requiere más diversidad en la provisión de servicios y en las capacidad en aprovechar los recursos y la fuerza de las comunidades locales. Curiosamente, a pesar de que la retórica de la derecha ha sido la de la flexibilidad, del reforzamiento de la autonomía de los centros y del respeto a la diversidad y a la necesidad de la colaboración, en la práctica las reformas impulsadas han apuntado más a reforzar la jerarquía, la centralización y los elementos de segmentación social.

Quisiéramos reivindicar aquí una concepción de la educación más vinculada a su concepción de servicio público, conectando educación con el conjunto de servicios y políticas que buscan la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía y el reforzamiento de su papel activo en la renovación democrática y participativa de las políticas de bienestar tradicionales. Y por tanto con una visión del trabajo educativo más vinculada al trabajo en red, a la colaboración entre profesionales de diversos servicios, ante problemas de carácter integral que necesitan también respuestas integrales.

7. El papel de la educación y sus profesionales en los nuevos escenarios sociales

Entendemos que este conjunto de reflexiones hechas a partir de la realidad de las políticas educativas en los países occidentales en los últimos años, sirven para enmarcar el debate que existe en nuestro país sobre las perspectivas de cambio en el sistema educativo. Aquí, como pasa en el resto de países europeos, nos encontramos ante el reto de combinar las políticas de bienestar que tradicionalmente servían para compensar las desigualdades que el sistema de economía de mercado generaba, con el actual énfasis en los elementos de autonomía individual, y con los retos que representan por nuestro futuro inmediato la creciente diversidad cultural, étnica, de opciones sexuales,…, que una sociedad cada vez más plural requiere.

Autonomía individual, igualdad, diversidad

Cuadro 1. Autonomía individual, igualdad, diversidad

Fuente: elaboración propia

Como apuntábamos, en las políticas sociales tradicionales se partía de la hipótesis que el elemento central del sistema eran los derechos individuales, y las políticas sociales trataban de redistribuir costes y beneficios, derivados del funcionamiento del mercado, desde una lógica reequilibradora e igualitaria. Hoy, sin una clara alternativa al mercado como mecanismo más ágil de seleccionar preferencias y determinar procesos de crecimiento, los elementos centrales que están sobre el tapete son los de la autonomía individual, las compensaciones sociales a las desigualdades, y, como elementos de novedad crecientemente significativos, las reivindicaciones que exigen respeto a las diferencias. La fuerza que se de a cada vector (ver cuadro 1), dependerá de las propias opciones ideológicas desde las que se opere.

Ante estas nuevas realidades, unos opinan que la política ha de estar subordinada al elemento central de la libertad y autonomía individual. Los debates de los últimos años sobre educación en España son un claro ejemplo de ello. En la concepción neoconservadora ya comentada, y que en España representa el Partido Popular, cada cual sería lo que sus capacidades individuales le permiten. Si aprovechas todo cuanto tienes y las oportunidades que se te dan, serás un “ganador”, si fallas, si no eres capaz, te tocará ser un “perdedor”. Las políticas tendrían pues el papel sobre todo de preocuparse de organizar la compasión, de preocuparse “de los que no pueden seguir”, “de los que quedan atrás”, ya que sería la lotería natural y social la que permitiría a unos y otros aprovechar mejor las oportunidades que todo el mundo tiene. Otros opinan que si se quiere hacer realidad la igualdad de la libertad de ciudadanía, se debería pedir a la política y a las grandes opciones colectivas generar las condiciones que reduzcan lo más posible los efectos de esta “lotería” sobre las posibilidades de que tiene la gente de usar su autonomía. En esta última línea la igualdad social sería un objetivo tan significativo como puede ser el de la autonomía individual. Pero, como ha hemos dicho y se ha visto de modo explícito en los últimos años con la llegada masiva de inmigrantes, se nos añade a este escenario la demanda de reconocimiento de la diferencia, elemento que contrasta con la tradición liberal que tiende a no aceptar diferencias basadas en características colectivas. Las grandes migraciones, el reconocimiento progresivo de las diversas opciones sexuales, la creciente significación del género o la edad, generan un amplio campo de reivindicaciones entorno al reconocimiento de la diferencia que ya hemos dicho que afectan también a la escuela y a la educación en general.

Desde la visión liberal clásica, el acento se ponía y se pone en la defensa de la autonomía individual, y sólo se aceptan aquellas medidas compensatorias que no afecten el núcleo de este principio, y se mantienen muchas reservas sobre la posibilidad de incluir el derecho a la diferencia dentro de una concepción muy etnocéntrica del principio de libertad. Desde visiones clásicas de izquierda el acento se ponía y se pone en la capacidad de equilibrar las desigualdades sociales, con ciertas reticencias sobre el tema de las diferencias col.lectivas. Desde una visión comunitaria estricta, el énfasis se pone en la identidad diferencial y en la igualdad interna, aunque ello pueda querer decir ciertos sacrificios de la autonomía.

Desde nuestro punto de vista, el reto es ser capaz mantener la tensión entre los tres elementos, tratando de combinarlos, ya que todos ellos son extremadamente valiosos en las nuevas perspectivas que se abren para las políticas que quieran enfrentarse con los potentes cambios sociales antes esquemáticamente descritos. Tenemos por tanto un escenario en lo que se han producido cambios de enorme trascendencia sobre la vida cotidiana. Cambios que han provocado una sacudida muy significativa sobre los parámetros en que se habían basado buena parte de las políticas de bienestar surgidas como respuesta “securizadora” frente a las desigualdades y desequilibrios sociales derivados del modo de producción capitalista-liberal. La resultante final es una situación de inseguridad y riesgo que afecta y puede afectar a amplísimos sectores sociales, mucho más allá de las fronteras de desigualdad tradicionales, y en medio de una creciente diversificación étnica, cultural e identitaria de nuestras sociedades. Todo ello deriva en una situación en que fácilmente se puede dar un proceso de segmentación y de exclusión social, que rompa las dinámicas de cohesión social tan difícilmente conseguidas.

8. Las dinámicas comunitarias

¿Dónde pasa todo ello?. Muchos estudios y trabajos recientes que tratan de entender las nuevas dinámicas, indican la importancia de los tejidos sociales, de las redes de interacción col.lectiva, de todas aquellas tradiciones y experiencias que hacen crecer el sentido de responsabilidad colectiva sobre los espacios y los problemas collectivos. Se habla de “capital social” para referirse a este conjunto de vínculos, de entidades, de nexos entre personas y grupos que en un territorio determinado generan relaciones de reciprocidad, de confianza, de implicación col.lectiva sobre los espacios públicos y sobre los problemas que genera la convivencia. Nuestra hipótesis ha sido que aquellas comunidades que cuenten y aprovechen mejor esta base social, o que sepan generar mecanismos para hacerla aflorar y consolidar, serán las comunidades mejor preparadas para afrontar colectivamente su futuro. Así es como la comunidad, o dicho de otra manera, esta multitud de personas, grupos y entidades que afrontan conjuntamente un problema o situación, resulta central en nuestra perspectiva.

Pero, todo ello pasa en un contexto territorial determinado. ¿Qué es la comunidad local?. La comunidad local es un conglomerado de personas y grupos, que interactúan. Un conglomerado de personas y grupos que dependen unos de los otros en mayor o menor medida. Y que también en mayor o menor medida mantienen relaciones de fuerte cintinuidad en esas relaciones. Cada vez más existe la convicción que para gozar de una convivencia cívica satisfactoria, no se trata tanto de contar con una autoridad fuerte y soberana, como que todo el mundo se sienta corresponsable de lo que acontece en la comunidad. Cada cual desde sus disponibilidades y recursos, y sin que ello quiera decir difuminar las específicas responsabilidades de cada actor. Interdependencia, continuidad y falta de autoridad soberana capaz de decidir por todos en cada momento, son características que se acostumbran a usarse para definir una red. Una red de actores que en el ámbito local acaban siendo responsables de una u otra manera, por acción u omisión de las dinámicas locales que se van produciendo.

Ello quiere decir dar significación y buscar la fuerza en el territorio, en la visión conjunta que se pueda construir sobre el futuro de la comunidad local, en el tipo de calidad de vida a impulsar colectivamente, en el modelo de desarrollo que se pacta, y en las corresponsabilidades que se generan sobre el espacio público local.

En este sentido es muy importante encontrar la manera de construir entre todos una comunidad local, una ciudad “inclusiva”, que permita trabajar, descansar, divertirse, con capacidad para afrontar y encontrar salidas a las contradicciones que plantea vivir en común, y hacerlo sin encapsular los espacios urbanos, sin provocar segmentaciones territoriales, de usos y de gentes. El futuro (y el presente) nos muestra tendencias que van hacia la gestión de los conflictos de las comunidades locales sobre la base de separar, de excluir o de marginar problemas, personas y colectivos. Si apostamos por comunidades locales que consigan cohesión social, tenemos que trabajar por espacios públicos marcados por las diversidades de usos, por la aceptación de las diferencias en los estilos de vida. Muchas de las políticas locales pueden contribuir a hacer “ciudades y” (que permiten multiplicidad de usos y gentes), o pueden, por acción u omisión, hacia “ciudades ni” (que marginan, excluyen) o “ciudades o” (que separan, permiten diversidades sobre la base de la segmentación territorial y social).

Los proyectos de ciudad, las visiones de futuro de las comunidades locales deberán ir articulandose y haciendo más consistentes las estrategias educativas, medioambientales, territoriales, de desarrollo económico, y de cohesión social. El reto cada vez más presente es trabajar desde una visión global, explicitando valores y sabiendo articular intereses y planteamientos sectoriales. Y ello no es sólo una perspectiva estratégica deseable. Es más bien una exigencia que surge de cada política sectorial, que encuentra dificultades en poder abordar los problemas específicos desde perspectivas estrictamente especializadas. Y, como ya hemos comentado, éste es también uno de los peligros que corre el ámbito educativo, el de cerrarse en la escuela como espacio voluntariamente ajeno a las dinámicas de cambio del exterior. Es en este contexto en el que es preciso situar nuestra investigación. En un contexto de proximidad sin lo que nos resultaría muy difícil imaginar respuestas a los déficits y a los retos antes mencionados.

En España como en otros países europeos, la educación atraviesa un periodo de fuertes tensiones:

  • sobre, por una parte, el papel reequilibrador que tradicionalmente se ha otorgado a la educación (con iniciativas que tienden a hablar sólo de esfuerzo individual y de resultados)
  • sobre la tendencia en utilizar las diferentes condiciones de acceso y de permanencia en las estructuras educativas como vías para segmentar socialmente, y proveer de base de maniobra a la alta coyunturalidad y baja calidad de muchos puestos de trabajo (con itinerarios, explícitos o implícitos, que ya definen el futuro de los marginados o subalternos desde muy jóvenes);
  • sobre la tendencia en imponer ciertos modelos culturales de referencia como los únicos pretendidamente válidos en el contexto liberal-democrático (y señalando los riesgos de aceptar o tolerar opciones culturales que son radicalmente incompatibles con lo que se entiende como nuestro común denominador, “nuestra manera de ser”);
  • sobre la marginalización de las opciones educativas públicas, y por tanto su progresiva consideración como opción residual para los que carezcan de más opciones (la escuela pública como garantía social “para los que no pueden seguir”);
  • sobre la reducción de los espacios de maniobra y de autonomía de los profesionales, a cambio del mantenimiento de sus prerrogativas estatutarias (desprofesionalizando de hecho, o equiparando profesión a funcionarización);
  • sobre la desmovilización de la comunidad educativa para situar las relaciones más en la línea proveedores-usuarios (desmovilizando o formalizando los espacios participativos clásicos);
  • sobre los usos del espacio educativo en sentido amplio (pre y postescolar) (cada vez más imprescindible dada la precarización laboral y la no sintonía tiempos educativos-tiempos laborales) como nueva palanca de segmentación (dejando el tiempo libre posteducativo como una opción o alternativa para quienes tienen recursos, o situandolo en el voluntarismo de los gobiernos locales)

En torno a todos estos dilemas es sobre los que probablemente girará el debate y la participación de los diferentes agentes educativos en los próximos años en el aís. Muchos de estos dilemas difícilmente pueden plantearse y resolverse sólo en el seno de la comunidad educativa en sentido estricto, y obligan a planteamientos más trasversales.

Los grandes espacios donde se jugará la deriva ideológica del sector educativo serán, en el seno de las instituciones educativas, en el ámbito profesional, y en la escuela como espacio público. Es aquí donde más decisivamente se pueden dar las alianzas en favor o en contra de determinadas derivas. El aislamiento de las escuelas y de los diferentes sectores, la atomización de las relaciones profesionales-usuarios, la competencia entre centros sólo basada en la capacidad de satisfacer demandas de los usuarios, la jurificación de los conflictos,..., todos estos factores sólo servirán para hacer que el debate sobre el futuro de la educación en nuestro país no entre en la esfera pública y colectiva de debate.

El reto es situar el debate sobre el futuro de la educación en el seno del debate sobre el futuro de la sociedad. Y para hacerlo es preciso ante todo situarse en el espacio territorial más próximo a los centros, y examinar las experiencias existentes que nos muestren maneras de abordar estos problemas rehuyendo el aislamiento y el cierre “profesionalista” y abriendo y participando en dinámicas más trasversales e integrales, interaccionando escuela y otros agentes y servicios presentes en cada territorio . Si bien la educación es central en los itinerarios de respuesta a las crecientes situaciones y peligros de riesgo y exclusión, también es cierto que no es posible hacer frente sólo desde las escuelas y los centros educativos a estos retos. Y que es preciso por tanto encontrar (mostrar y aprender) maneras col.lectivas y comunitarias, plurales y participativas, de dar respuesta a las nuevas exigencias.


[1] Ver trabajos

[2] Ver Avis,J., Bloomer,M., Esland,G., Glesson,D., y Hodkinson,P., (1996), Knowledge and nationhood: Education, Politics and Work, Londres, Cassell. También, Le Goff,J.P.,(1999), La barbarie douce, Paris, Editions la Decouverte

[3] Ver Richard Sennet (2002), La corrosión del carácter, Barcelona, Anagrama

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[5] Ver Collins,R., (1979), The credential society, New York, Academic Press y Woodhall,M., “Human Capital Concepts” en Esland, G. (ed.) (1991), Education, Training and Employment,quiere.2, The Educational Response. También, Duru-Bellat,M,Van Zanten,A., (1999) Sociologie de l'école, Paris, Armand Colin

[6] Ver Brown,P. y Scase,R. (1994), Higher Education and Corporate Realities: Class Culture and the Decline of Graduate Careers, Londres, UCL Press

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[8] Bonal, X. (ed.), 2003, Apropiacions escolars, Barcelona, Octaedro

[9] Ver, Van Zanten,A.,(2001), L'école de la peripherie, Paris, PUF

[10] H.Giroux (1992), Border Crossings: Cultural Workers and the Politics of Education, Routledge

[11] Tedesco, J.C., Educar en la sociedad del conocimiento, Buenos Aires, FCE

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[15] J.Coleman, “The Concept of Equality of Educational Opportunity”, en Harvard Educational Review, n.38, 1968, pp.7-22; A.Mcpherson,D.Willms, “Equalization and Improvement”, en Sociology, 21, 1987, pp.509-539

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[17] Lang,V., (1999), La professionalisation des enseignants, Paris, PUF

[18] Pereyra, M.A., García Minguez, J., Beas, M. (eds), Globalización y descentralización de los sistemas educativos, Barcelona, Pomares-Corredor

[19] Broccholichi, S., Van Zanten, A, (1997), “Espaces de concurrence et circuits de scolarisation”, Annales de la Recherche Urbaine, n.75, pp.5-17


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